Pienso en la clase a la que se refieren los pueblerinos cuando dividen a las mujeres en respetables o sucias. La misma que te marca por la calle cuando al pasar delante de sus vecinos más antiguos hace que te miren con simpatía o desdén, la repulsión que experimentan ante toda mujer desviada del camino, por toda aquella que no mantenga la virtud como señal de respeto.
Me pregunto en ocasiones si los mismos que aquí juzgan serán tan comedidos en la intimidad de sus alcobas como para mirar por encima del hombro a toda aquella que conserva un pasado, o tiene la desfachatez de mantener la mirada de un hombre durante más de cinco segundos seguidos.
Me pregunto si lo único importante entre tanta basura pueblerina será la apariencia en la que ellos mismos se escudan para mirarte de frente o de lado. Me pregunto cómo serán ellos en lo más recóndito de sus almas, perdidas en esa absurda herencia de juicios morales y apariencias.
Las más ancianas recuerdan su juventud con maltrecha melancolía. Las hay que han parido hijos y dicen no recordar haber entendido el placer al crear ninguno. Pero se jactan en el consuelo de no haber levantado jamás la cabeza en la calle ante la mirada inquisidora de un varón.
Oh ellas! Tan sacrificadas durante años con el único consuelo de ser respetadas entre la clase. De no dejar tras su tufo neftalínico nada que pueda ser devorado en lenguas ajenas, que a buen seguro han sido menos virtuosas que ellas.
A veces me cruzo con hombres por la calle y procuro no mantenerles la mirada más de cinco segundos en presencia de mi madre. Pero si por suerte encuentro a la mujer distraída y el caballero en cuestión lo amerita, sonrió un poco mientras agacho la cabeza, y regreso a casa con una punzada en el alma y un poco de sabor a triunfo en el interior.