jueves, 9 de enero de 2014

El último hombre honrado

Comenzó con un libro y la costumbre se extendió de manera necesaria a los demás. Colocaba marcadores en páginas concretas para más tarde volver a ellas con facilidad. Luego llegaron las palabras subrayadas de colores llamativos e incluso párrafos completos.
Leía despacio, buscando ávidamente el renglón que la hiciera vibrar para subrayar palabras que luego unía completando conexiones inexistentes. Utilizaba la memoria reciente dividida en dos hemisferios idénticos, que al intercambiar información provocaban el placer que había aprendido a proporcionarse. Imaginaba en la piel las sensaciones que experimentaban los protagonistas, sintiendo a través de ellos mediante el recuerdo de escenas, que autocompletaba con palabras destacadas por colores llamativos.
Así comenzó todo un día cualquiera con un libro entre las manos. Así descubrió a Jaime y se descubrió a través de él mediante el deseo reprimido que el último hombre honrado sentía por Adela. Así comprendió que las puertas deben dejarse entreabiertas porque el crujir de unas enaguas puede provocar la misma perturbación en un hombre que en el sexo de la persona que lee el libro.
Aquel fue el detonante que confirmo su locura y provocó el primer dolor de ovarios. Dolor que se acentuaba cada vez que el calor emanaba de aquel cuerpo joven cercano al maestro y se instalaba en su cabeza, trasladando los latidos del corazón del hombre a la garganta, piel y caderas, dejando marcado un sexo que reaccionaba húmedo, tumefacto y caliente.
Fue entonces cuando conoció los silencios insoportables y la sensualidad de una realidad alterada por el suave aroma del agua de rosas. Las burlas de la mujer ante el temblor de la honradez y falta de valor, el esfuerzo del hombre por mantener la mente en blanco y el deseo cobarde transformado en resignación.
Era indudablemente una historia creada para vivir, que supo llevar a su terreno convirtiendo el tormento de Jaime en suyo propio, en dolor, en señales colocadas de forma adecuada sobre un sustrato que comenzaba a conocer, a disfrutar del poder que le ofrecían las palabras subrayadas, las ideas acumuladas en aquella memoria reciente. Una historia de principios, falta de valor, engaños y celos. Un hombre al que desear por su honradez y odiar por su capacidad en hacer justo lo contrario a lo que sentía. Una dulce contradicción. Una mujer a la que envidiar por conseguir aquel efecto en el hombre y un dolor que podía mantenerse horas gracias a ella, a él, al autor, a la lucha interior que todo aquello provocaba en ella, haciéndola en ocasiones temer que el corazón subiera hasta la garganta saltando de allí al exterior, provocando más humedad en la cabeza que en el propio sexo, controlándola a medida que se intensificaba el dolor, disfrutándolo en pequeñas dosis.
Aquella era la historia de un hombre que aconsejaba pisotear virtudes de honestas madres de familia pero temía romper cremalleras guiado por ese primitivo instinto que controlaba a la perfección. De un hombre vencido por la edad que soñaba con cometer actos violentos, y de una lectora que pedía a gritos que dejase a un lado aquella puta honradez y la tomase a la fuerza, entre estocada y sudor, entre deseo y odio...
Aquella era una historia escrita para ella. Una historia para reconocerse en lo más íntimo, para despertar desde la forma más primitiva de sustrato y descubrir que el dolor puede proporciona un placer inexplicable.
Así comenzó todo un día cualquiera con un libro entre las manos, y el placer de aquel juego extendió la costumbre a otros libros, sin olvidar en ningún momento que todo comenzó de la mano del último hombre honrado.

sábado, 4 de enero de 2014

El regalo.

Una vez fui un regalo. En mi profesión ser un regalo consiste básicamente en trabajar para madres primerizas en su casa y por la noche, a cargo de los bebés que han dado a luz para que tanto ellas, como el padre y resto de la familia no note que han cambiado las cosas, no alteren su rutina habitual.
Así me presentaron en sociedad delante de una Sevilla selecta y adinerada: "Se llama Fátima y es el regalo que le he hecho a mi hija por su doble maternidad" y allí me encontraba yo, delante de miradas inquisidoras y arrogantes que me examinaban de arriba a abajo...
Como auxiliar de enfermería tenía que ir completamente uniformada, y en un horario de nueve de la noche a nueve de la mañana hacerme cargo de Carlota y Fernando. A partir de ese horario yo me encargaría exclusivamente de los bebés, lo que incluía baño, biberones y sueño, para que la familia pudiera descansar.
El día que llegué a aquel lujoso palacio me esperaban sentados a la mesa los abuelos paternos, los padres de los niños y ellos, a veinticuatro horas de su llegada al mundo y recién salidos del hospital. Todo tenía que estar previsto y arreglado para que la primera noche en casa no se notase que Carla había dado a luz. Y así se habló y estipuló por adelantado.
Tendría mi propia habitación que compartiría con los niños, y libertad absoluta para hacer y deshacer durante mi horario de trabajo lo que quisiera, eso sí, siempre procurando que los nenes no molestasen durante la noche, para lo cual había recibido órdenes de manera anticipada.
Cuando los vi por primera vez no pude evitar sentir ternura, como gemelos que eran tenían poco peso pero eran tan bonitos que miré a los padres frente a frente y me pregunté cómo era posible.
Nos caímos bien desde el principio, Fernando era un niño tranquilo y Carlota se quejaba por cualquier cosa, pero los tres formábamos una especie de hermandad donde ellos comenzaron a familiarizarse con mi rostro y reír ante mis locuras. La cosa empeoraba más tarde, cuando después de las cenas familiares tenía que ponerles los batones de encaje y gorro a juego para exponerlos en el jardín ante la mirada curiosa de los invitados, presentándome impecablemente vestida y con ellos en los brazos. 
Era Agosto en Sevilla y solía tenerlos casi siempre desnudos y cómodos, pero si había invitados las órdenes eran muy concretas: batones de organza y encaje, gorro a juego y leotardos con patucos del mismo estilo. Recuerdo bien aquel circo estúpido donde los nenes no paraban de llorar mientras aquella sociedad exclusiva discutía sobre los parecidos familiares.
Fueron tres meses maravillosos en los que comenzaron a crecer y descubrir el mundo, mientras esa sociedad selecta colaboró aportando enormes bolsas de basura con ropa infantil usada de familiares y conocidos. A mi se me pagaban sesenta euros por noche.