miércoles, 25 de diciembre de 2013

La vida de las ratas II

Aquel Domingo pillé a Enrique en pleno negocio clandestino. Me abrió con amabilidad y me dijo que tenía clientes con los que estaba cerrando un trato, que entrase y luego me atendería.
A aquellas alturas de la película yo estaba familiarizada con la casa y podía andar por allí a mis anchas, así que cerré la puerta y fui hasta el matadero guiada por la curiosidad.
Había dos tipos hablando con él sobre precios y descuentos, mirando con mala cara la calidad del material y comprobando, de primera mano, la mercancía.
Que yo estuviera allí los incómodo bastante, podía notarse en la forma en que miraban a Enrique y en cómo él les hacía señas de tranquilidad. Su cara era el fiel reflejo de "tranquilos, que aquí no pasa ná".
Mientras conversaban sin quitarme ojo de encima me dediqué a mirar las cajas que Enrique había preparado con el material en cuestión, e imaginé a mi madre, de haberme visto en aquel momento y lugar a buen seguro habría vuelto a cambiar el testamento.
Ella siempre me habría reprochado frecuentar lugares como aquel. Con su "parece mentira con la educación que te he dado" y "ocho años con monjas no te han servido de nada" o su mejor obra "llevas en la sangre lo peor de tu raza" se habría puesto las manos en la cabeza viéndome allí.
Mi madre jamás entendió que era precisamente por "aquella educación" por lo que ahora sentía la necesidad de comprobar, en primera persona, que el mundo estaba lleno de mierda, carente de significado y rebosante de maldad.
Yo me había criado con monjas, cierto, pero rodeada de niñas con padres inexistentes o, teniendo mucha suerte, ingresados en prisión. Que te obliguen a rezar tres veces al día o te enseñen a coser pañitos con estilos de puntos diferentes no significa que te hagan una persona. Lo mejor de aquellos años lo aprendí en el patio de recreo, no de la mano de una Biblia, ni mucho menos de una monja.
Y allí estaba, en una habitación clandestina con dos tipos de dudosa reputación y Enrique, el Dios supremo de todas las explicaciones posibles en lo que a animales podía referirse.
Reparé en una caja donde había colocado tres ratas viejas. A una le faltaba un ojo, otra era coja de una pata trasera y la tercera no tenía rabo. Los fulanos seguían viendo poca carne para tanto presupuesto y él, para intentar dejarlos contentos, les dijo que les regalaba las viejas, que ya las había explotado tanto que no le parían, pero que estaban bien gordas y con una sola de ellas podría pasar cualquier serpiente un invierno entero hibernando.
Aquello funcionó bien, los clientes aflojaron la pasta, pillaron las cajas y se marcharon dejando a Enrique con una sonrisa de oreja a oreja y la cerveza asegurada para toda la semana.
Cuando comenzó a poner cada cosa en su lugar reparé en un animal que estaba sólo en otra caja. Era una pequeña rata calva de orejas grandes y ojos muy negros que casi no podía mantenerse de pie, porque Enrique la había separado de sus padres antes de tiempo para intentar colársela a los fulanos en el lote, pero no la habían querido. 
Le dije que la pusiera junto a su madre, que hacía mucho frío y se veía claramente que aquel animal necesitaba todavía una semana más para el destete. Su respuesta no me sorprendió en absoluto: la madre iba en el lote que se acababan de llevar sus clientes, así que se la pondría a otra que tuviera crías del mismo tamaño, a ver si con suerte la aceptaba.
Así fue como adopté a Galleta movida por un extraño impulso. No dije nada, la metí en uno de los bolsillos de la chaqueta, cerré con cuidado la cremallera y salí de allí.
Él, no dijo nada tampoco.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La vida de las ratas

Nunca sabré si con el tiempo había llegado a formar parte de aquella locura o por el contrario, la relación que manteníamos Enrique y yo, estaba basada en la amistad. Hoy todavía no sé los motivos que unen a ese hombre conmigo, podría decirse que el amor por los animales nos hace coincidir, pero tampoco sería totalmente cierto a medida que suceden los acontecimientos y transcurren los años.
He olvidado cómo llegue hasta él, lo único que recuerdo con exactitud es una habitación clandestina en la parte trasera de la casa, donde se amontonaban en pequeñas cubetas y jaulas miles de animales dispuestos para la reproducción, mal cuidados y faltos de comida, sin extenderme demasiado en el pestilente olor que emanaba tanto la habitación como de sus diminutos habitáculos, que más que viviendas destinadas al fin, parecían celdas donde cumplirían su cadena perpetua hasta que les llegase la hora de servirles de alimento a algún reptil.
Allí podía comprarse cualquier animal, vivo o sacrificado previamente mediante el único medio que Enrique conocía, un golpe en la cabeza. 
Apilados en las paredes había de todo: hurones que se desplazaban de un lado a otro de sus jaulas enloquecidos, ardillas que se habían arrancado el pelo porque según él estaban preparando el nido, hámsters amontonados encima de su propio excremento, pájaros capturados en jaulas trampas que servían como alimento de los hurones y ratas, que fue lo que más llamó la atención, miles de ratas.
Él me dijo que se vendía todo, que tenía "clientes" que llegaban de cualquier parte buscando desesperadamente lo que no habían podido encontrar en tiendas. Que las ratas parían mucho y que si la cosa se ponía mala siempre podía matarlas y congelarlas para venderlas así, evitando el gasto que suponía mantenerlas. Lo dijo todo exponiendo los más disparatados detalles e invitándome a la cocina para que viera en primera instancia los cajones donde se encontraban los animales amontonados y fríos, duros como piedras, ensangrentados por la horrible masacre, congelados.
Enrique era un tipo corriente, la vida no lo había tratado bien según él, y yo le oía asqueada mientras pensaba que, con aquella enorme barriga, era muy afortunado teniendo en cuenta la clase de persona que tenía delante. 
Siempre he sentido pasión por los animales, digamos que incluso de un modo enfermizo, pero aquello era inhumano.
Me explicó al ver mi reacción que las serpientes tenían que comer carne viva, cazar, porque era su instinto y necesariamente debían ingerir animales capturados por ellas mismas, aunque también se les podía dar un animal muerto y congelado, pero sus beneficios a nivel metabólico no serían tan buenos. Ahí descubrí que Enrique, además de un hijo de puta, era nutricionista.
Me dijo que parían lo suficiente como para ayudarle a pagar la hipoteca y la pensión que debía pasarle cada mes a su mujer. Abrió una de las cubetas donde se alojaban tres madres y las retiró con la mano de un modo poco sutil para que viera con mis propios ojos la cantidad de crías que eran capaz de tener. Todas las crías quedaron esparcidas por el suelo, y mientras hablaba, las madres comenzaron a recogerlas una a una despacito para volver a colocarlas en su lugar, y echarse encima guiadas por ese instinto tan maravilloso que, a algunos humanos como el que tenía delante, le faltaba. Le dije que no hiciera eso, que yo las podía ver sin tener que molestarlas y me confesó que no importaba, que vendría un cliente aquella misma tarde para llevarse las crías porque tenía serpientes que alimentar.
No pude evitar mirar a aquellos animales con cierta tristeza, porque se esforzaban en sacar adelante a unos pequeños que, sin ellas saberlo, tenían las horas contadas.
Y así fue como comenzó mi interés por aquel animal hasta el punto de adoptar a Galleta. Así fue como comencé a frecuentar aquel lugar clandestino y oculto guiada por un sentimiento que no sabría descifrar. Esa fue la base que más tarde guió los acontecimientos que quizás relate un día en otro post. Ahí comenzó mi interés por la vida de las ratas,

viernes, 13 de diciembre de 2013

La conciencia.

Once años a mi lado y no pude estar en el momento que más me necesitaba. No tuve valor. Me encerré en una habitación y me pasé toda la noche fumando y andando de un lado a otro, rezando a mi manera para que todo terminara de una vez y pudiera descansar en paz.
Llovía como jamás había visto llover en la vida, y ella se tiraba en el suelo buscando el consuelo del frío mármol. Se levantaba y buscaba otro lugar donde tenderse, así una y otra vez...
El veterinario me había dicho por la tarde que todo el cuadro había empeorado y que francamente no tenía ni idea de cómo afrontar la situación. Yo acudí a él con la esperanza que da la profesión, los años de experiencia y conocimiento, pero terminé en casa con ella junto a una manta eléctrica e inyecciones que le tendría que administrar cada dos horas, poco más.
Él dijo que solían darse crisis así y que algunos perros también podían salir de ellas, yo la miraba a los ojos y sabía que él se equivocaba, porque jamás había visto cara a cara a la muerte y no había duda de que aquella era la imagen de lo previsible.
La acomodé junto con el calor aconsejado, pero ella no quería calor ni comodidad, sólo buscaba el consuelo del frío mármol mientras seguía lloviendo como jamás había llovido en la vida.
Pasaron las horas y empeoró, la lié en una manta y me presenté en su casa. Lo saqué de la cama y le administró otra inyección con poca amabilidad, le había despertado. Le insinué sutilmente algo que no la hiciera sufrir y me miró de mala manera, no entendía que pudiera proponerle aquello si me había dicho que había que esperar a ver cómo evolucionaba. Me reconfortó su reacción y volvimos a casa las dos, ella con la mirada perdida y yo con el miedo de aquello que sabía inevitable, la muerte.
Todo cuanto tenía que haber hecho era abrazarla, rodearla con mis brazos y esperar, pero no era ella quien me miraba fijamente, era otra realidad, otra certeza que me recorría la piel haciéndome temblar como sólo tiemblan los cobardes...
Así que la dejé en su cama, subí la escalera y me encerré en aquella habitación a esperar, a mitigar el temblor con un paquete de tabaco y a rezar a mi manera dejando pasar las horas en el reloj.
Fue una lucha interior a muerte. Por un lado me había apartado de la batalla mientras algo dentro me enseñaba realmente de qué estaba hecha. Por otro lado abría la puerta una y mil veces queriendo bajar, pero mis pies estaban atados al último peldaño de la escalera y volvía a refugiarme en la habitación.
No dejaba de llover cada vez más fuerte y por eso creo que Dios no podía oír mis súplicas, o quizás Dios tenía la perversa costumbre de hacer oído sordo a la plegaria de los cobardes.
No dormí, no tuve valor para bajar y esperé encerrada en aquella habitación a que alguien hiciera mi trabajo por la mañana, porque tampoco tuve huevos de ver su cadáver.
Once años a mi lado y no pude estar al suyo en el momento que más me necesitaba. Hoy me queda el consuelo de la conciencia y el recuerdo, factores que indudablemente actúan del mejor modo posible en este tipo de casos, recordándote a cada momento que en fondo fui una cobarde.
Nada mejor que llevar en el pecado la penitencia.