miércoles, 25 de diciembre de 2013

La vida de las ratas II

Aquel Domingo pillé a Enrique en pleno negocio clandestino. Me abrió con amabilidad y me dijo que tenía clientes con los que estaba cerrando un trato, que entrase y luego me atendería.
A aquellas alturas de la película yo estaba familiarizada con la casa y podía andar por allí a mis anchas, así que cerré la puerta y fui hasta el matadero guiada por la curiosidad.
Había dos tipos hablando con él sobre precios y descuentos, mirando con mala cara la calidad del material y comprobando, de primera mano, la mercancía.
Que yo estuviera allí los incómodo bastante, podía notarse en la forma en que miraban a Enrique y en cómo él les hacía señas de tranquilidad. Su cara era el fiel reflejo de "tranquilos, que aquí no pasa ná".
Mientras conversaban sin quitarme ojo de encima me dediqué a mirar las cajas que Enrique había preparado con el material en cuestión, e imaginé a mi madre, de haberme visto en aquel momento y lugar a buen seguro habría vuelto a cambiar el testamento.
Ella siempre me habría reprochado frecuentar lugares como aquel. Con su "parece mentira con la educación que te he dado" y "ocho años con monjas no te han servido de nada" o su mejor obra "llevas en la sangre lo peor de tu raza" se habría puesto las manos en la cabeza viéndome allí.
Mi madre jamás entendió que era precisamente por "aquella educación" por lo que ahora sentía la necesidad de comprobar, en primera persona, que el mundo estaba lleno de mierda, carente de significado y rebosante de maldad.
Yo me había criado con monjas, cierto, pero rodeada de niñas con padres inexistentes o, teniendo mucha suerte, ingresados en prisión. Que te obliguen a rezar tres veces al día o te enseñen a coser pañitos con estilos de puntos diferentes no significa que te hagan una persona. Lo mejor de aquellos años lo aprendí en el patio de recreo, no de la mano de una Biblia, ni mucho menos de una monja.
Y allí estaba, en una habitación clandestina con dos tipos de dudosa reputación y Enrique, el Dios supremo de todas las explicaciones posibles en lo que a animales podía referirse.
Reparé en una caja donde había colocado tres ratas viejas. A una le faltaba un ojo, otra era coja de una pata trasera y la tercera no tenía rabo. Los fulanos seguían viendo poca carne para tanto presupuesto y él, para intentar dejarlos contentos, les dijo que les regalaba las viejas, que ya las había explotado tanto que no le parían, pero que estaban bien gordas y con una sola de ellas podría pasar cualquier serpiente un invierno entero hibernando.
Aquello funcionó bien, los clientes aflojaron la pasta, pillaron las cajas y se marcharon dejando a Enrique con una sonrisa de oreja a oreja y la cerveza asegurada para toda la semana.
Cuando comenzó a poner cada cosa en su lugar reparé en un animal que estaba sólo en otra caja. Era una pequeña rata calva de orejas grandes y ojos muy negros que casi no podía mantenerse de pie, porque Enrique la había separado de sus padres antes de tiempo para intentar colársela a los fulanos en el lote, pero no la habían querido. 
Le dije que la pusiera junto a su madre, que hacía mucho frío y se veía claramente que aquel animal necesitaba todavía una semana más para el destete. Su respuesta no me sorprendió en absoluto: la madre iba en el lote que se acababan de llevar sus clientes, así que se la pondría a otra que tuviera crías del mismo tamaño, a ver si con suerte la aceptaba.
Así fue como adopté a Galleta movida por un extraño impulso. No dije nada, la metí en uno de los bolsillos de la chaqueta, cerré con cuidado la cremallera y salí de allí.
Él, no dijo nada tampoco.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La vida de las ratas

Nunca sabré si con el tiempo había llegado a formar parte de aquella locura o por el contrario, la relación que manteníamos Enrique y yo, estaba basada en la amistad. Hoy todavía no sé los motivos que unen a ese hombre conmigo, podría decirse que el amor por los animales nos hace coincidir, pero tampoco sería totalmente cierto a medida que suceden los acontecimientos y transcurren los años.
He olvidado cómo llegue hasta él, lo único que recuerdo con exactitud es una habitación clandestina en la parte trasera de la casa, donde se amontonaban en pequeñas cubetas y jaulas miles de animales dispuestos para la reproducción, mal cuidados y faltos de comida, sin extenderme demasiado en el pestilente olor que emanaba tanto la habitación como de sus diminutos habitáculos, que más que viviendas destinadas al fin, parecían celdas donde cumplirían su cadena perpetua hasta que les llegase la hora de servirles de alimento a algún reptil.
Allí podía comprarse cualquier animal, vivo o sacrificado previamente mediante el único medio que Enrique conocía, un golpe en la cabeza. 
Apilados en las paredes había de todo: hurones que se desplazaban de un lado a otro de sus jaulas enloquecidos, ardillas que se habían arrancado el pelo porque según él estaban preparando el nido, hámsters amontonados encima de su propio excremento, pájaros capturados en jaulas trampas que servían como alimento de los hurones y ratas, que fue lo que más llamó la atención, miles de ratas.
Él me dijo que se vendía todo, que tenía "clientes" que llegaban de cualquier parte buscando desesperadamente lo que no habían podido encontrar en tiendas. Que las ratas parían mucho y que si la cosa se ponía mala siempre podía matarlas y congelarlas para venderlas así, evitando el gasto que suponía mantenerlas. Lo dijo todo exponiendo los más disparatados detalles e invitándome a la cocina para que viera en primera instancia los cajones donde se encontraban los animales amontonados y fríos, duros como piedras, ensangrentados por la horrible masacre, congelados.
Enrique era un tipo corriente, la vida no lo había tratado bien según él, y yo le oía asqueada mientras pensaba que, con aquella enorme barriga, era muy afortunado teniendo en cuenta la clase de persona que tenía delante. 
Siempre he sentido pasión por los animales, digamos que incluso de un modo enfermizo, pero aquello era inhumano.
Me explicó al ver mi reacción que las serpientes tenían que comer carne viva, cazar, porque era su instinto y necesariamente debían ingerir animales capturados por ellas mismas, aunque también se les podía dar un animal muerto y congelado, pero sus beneficios a nivel metabólico no serían tan buenos. Ahí descubrí que Enrique, además de un hijo de puta, era nutricionista.
Me dijo que parían lo suficiente como para ayudarle a pagar la hipoteca y la pensión que debía pasarle cada mes a su mujer. Abrió una de las cubetas donde se alojaban tres madres y las retiró con la mano de un modo poco sutil para que viera con mis propios ojos la cantidad de crías que eran capaz de tener. Todas las crías quedaron esparcidas por el suelo, y mientras hablaba, las madres comenzaron a recogerlas una a una despacito para volver a colocarlas en su lugar, y echarse encima guiadas por ese instinto tan maravilloso que, a algunos humanos como el que tenía delante, le faltaba. Le dije que no hiciera eso, que yo las podía ver sin tener que molestarlas y me confesó que no importaba, que vendría un cliente aquella misma tarde para llevarse las crías porque tenía serpientes que alimentar.
No pude evitar mirar a aquellos animales con cierta tristeza, porque se esforzaban en sacar adelante a unos pequeños que, sin ellas saberlo, tenían las horas contadas.
Y así fue como comenzó mi interés por aquel animal hasta el punto de adoptar a Galleta. Así fue como comencé a frecuentar aquel lugar clandestino y oculto guiada por un sentimiento que no sabría descifrar. Esa fue la base que más tarde guió los acontecimientos que quizás relate un día en otro post. Ahí comenzó mi interés por la vida de las ratas,

viernes, 13 de diciembre de 2013

La conciencia.

Once años a mi lado y no pude estar en el momento que más me necesitaba. No tuve valor. Me encerré en una habitación y me pasé toda la noche fumando y andando de un lado a otro, rezando a mi manera para que todo terminara de una vez y pudiera descansar en paz.
Llovía como jamás había visto llover en la vida, y ella se tiraba en el suelo buscando el consuelo del frío mármol. Se levantaba y buscaba otro lugar donde tenderse, así una y otra vez...
El veterinario me había dicho por la tarde que todo el cuadro había empeorado y que francamente no tenía ni idea de cómo afrontar la situación. Yo acudí a él con la esperanza que da la profesión, los años de experiencia y conocimiento, pero terminé en casa con ella junto a una manta eléctrica e inyecciones que le tendría que administrar cada dos horas, poco más.
Él dijo que solían darse crisis así y que algunos perros también podían salir de ellas, yo la miraba a los ojos y sabía que él se equivocaba, porque jamás había visto cara a cara a la muerte y no había duda de que aquella era la imagen de lo previsible.
La acomodé junto con el calor aconsejado, pero ella no quería calor ni comodidad, sólo buscaba el consuelo del frío mármol mientras seguía lloviendo como jamás había llovido en la vida.
Pasaron las horas y empeoró, la lié en una manta y me presenté en su casa. Lo saqué de la cama y le administró otra inyección con poca amabilidad, le había despertado. Le insinué sutilmente algo que no la hiciera sufrir y me miró de mala manera, no entendía que pudiera proponerle aquello si me había dicho que había que esperar a ver cómo evolucionaba. Me reconfortó su reacción y volvimos a casa las dos, ella con la mirada perdida y yo con el miedo de aquello que sabía inevitable, la muerte.
Todo cuanto tenía que haber hecho era abrazarla, rodearla con mis brazos y esperar, pero no era ella quien me miraba fijamente, era otra realidad, otra certeza que me recorría la piel haciéndome temblar como sólo tiemblan los cobardes...
Así que la dejé en su cama, subí la escalera y me encerré en aquella habitación a esperar, a mitigar el temblor con un paquete de tabaco y a rezar a mi manera dejando pasar las horas en el reloj.
Fue una lucha interior a muerte. Por un lado me había apartado de la batalla mientras algo dentro me enseñaba realmente de qué estaba hecha. Por otro lado abría la puerta una y mil veces queriendo bajar, pero mis pies estaban atados al último peldaño de la escalera y volvía a refugiarme en la habitación.
No dejaba de llover cada vez más fuerte y por eso creo que Dios no podía oír mis súplicas, o quizás Dios tenía la perversa costumbre de hacer oído sordo a la plegaria de los cobardes.
No dormí, no tuve valor para bajar y esperé encerrada en aquella habitación a que alguien hiciera mi trabajo por la mañana, porque tampoco tuve huevos de ver su cadáver.
Once años a mi lado y no pude estar al suyo en el momento que más me necesitaba. Hoy me queda el consuelo de la conciencia y el recuerdo, factores que indudablemente actúan del mejor modo posible en este tipo de casos, recordándote a cada momento que en fondo fui una cobarde.
Nada mejor que llevar en el pecado la penitencia.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Corazón de monja.

Era media mañana cuando madre Graciela acudió a mi para decirme que iba a acompañarla en un pequeño viaje. Hacía mucho frío y tenía que abrigarme porque íbamos a Córdoba, a llevar a Pilar a una residencia de ancianos.
Pilar era una mujer muy mayor que siempre se acordaba de nosotras por Navidad y nos traía bonitos regalos. Ayudaba a las monjas cuando lo necesitaban y a pesar de tener cuatro hijos y un gran patrimonio, no se olvidaba de las internas ni de las hermanas que estaban a nuestro cargo. Pilar era una especie de abuela para todas, un alma limpia y pura que había encontrado en su obra de caridad el consuelo que no había obtenido criando a sus hijos, ya mayores y deseosos de que su madre dejase este mundo para repartirse la herencia. Pero tenía noventa años, y en ninguna de las cuatro casas en las que vivían sus hijos había espacio para ella. Por eso le habían encargado a madre Graciela que la llevase a una residencia de ancianos, por eso y porque así a ellos no les quedaría el mal recuerdo de aquel trago amargo que ensucia la conciencia cada vez que intentamos olvidar algo y el cerebro se empeña en recordar...
Si había dudas o remordimientos ahí estaba madre Graciela para solucionarte la vida, y yo a su lado para acompañarla, aunque ello significase odiarla más cada día.
Fuimos en coche y durante todo el camino Pilar y yo nos cogíamos las manos. Ella preguntaba a cada momento por el motivo del viaje y madre Graciela miraba por el retrovisor del coche en mi dirección, inquisidora, amenazante, no hacía falta mediar palabra para entenderla.
Cuando llegamos a nuestro destino y Pilar comprendió dónde estaba comenzó a llorar y se agarró a mi. Sus ojos llenos de arrugas se colmaron de tristeza y la boca comenzó a temblarle al compás de mis manos, ancladas en las suyas como única tabla de salvación. Yo comencé a llorar y me abracé a ella porque compartía su dolor y entendía perfectamente su angustia, también vivía en aquel convento en contra de mi voluntad, también decidían por mi.
Todos los que estaban en ese momento presentes comenzaron a mirarnos, y a madre Graciela no le quedó más remedio que dar media vuelta y volver a meternos en el coche tomando camino de regreso a Sevilla. Durante el camino Pilar y yo seguimos con las manos unidas, enjuagándonos las lágrimas una en la otra y feliz en el fondo por el desenlace, al menos ella más tranquila.
Unos días más tarde y mientras jugaba en el patio vi a madre Graciela ayudar a Pilar a meterse en el coche y salir conduciendo ella misma. Corrí a preguntar a madre Isabel por el motivo, pero me dijo que no lo sabía, que quizá la llevase al médico para alguna revisión.
Esperé durante horas detrás de la verja, imaginé mil cosas para tranquilizarme y otras tantas que me llenaban de inquietud a medida que pasaba el tiempo. Esperé y esperé hasta que el coche de madre Graciela apareció detrás de la verja y se bajó de él para decirle a Conchita que hiciera el favor de abrirla para poder entrar.
Pilar no venía en el coche, y al pasar por mi lado madre Graciela me miró fijamente. Fue la única vez que la vi sonreír. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Detalles.

Tu cerebro recuerda detalles por mucho que intentes evitarlo. Instantes que se alojan en algún rincón lejano a la conciencia, y basta un estímulo adecuado, por insignificante que sea, para hacerlos traspasar el filtro que los mantiene dormidos y hacerlos presentes...

Recuerdo que fue un invierno frío y lluvioso. Mar y yo tuvimos varicela y a madre Isabel no se le ocurrió otro remedio que aislarnos en una pequeña habitación habilitada previamente con dos camas, una mesita de noche y un gran crucifijo encima de una antigua cómoda de caoba. Dias atrás a Mar le habían rapado la cabeza porque tenía piojos, y la idea de vivir aislada en aquella habitación le hacía especial ilusión por no tener que asistir a clase, manteniéndose ajena a las miradas crueles de otras compañeras. Recuerdo con total exactitud cómo ocurrió todo...
Nuestra rutina podría definirse sin ningún tipo de acontecimiento especial. Pasábamos el día en la cama, donde también nos daban la comida y de la que sólo nos levantándonos para ir al baño cuando la necesidad lo requería, o en el caso de Mar, para vomitar cada quince minutos.
Ambas compartíamos fiebre aunque ella vomitase por las dos, y cuando a media mañana remitía un poco el calor de nuestros cuerpos uníamos las camas para jugar al parchís, a las damas o simplemente para leer en voz alta, hasta que madre Isabel, alarmada por las risas, aparecía y todo nuestro mundo volvía a ser tan real como aquellas malditas reglas que gobernaban nuestra pequeña cárcel para niñas.
Fue exactamente a punto de caer la noche cuando el padre Ángel apareció en el umbral de la puerta con su serena sonrisa. Recuerdo que llovía mucho, que el sacerdote tenía el pelo mojado y algunas gotas de lluvia brillaban sobre su rostro. Mar dormía plácidamente y yo leía el libro que meses atrás él me había regalado. Se sentó a un lado de la cama y puso una mano sobre mi frente. Al sentir el contacto de su mano helada todo mi cuerpo se estremeció y la retiró enseguida, dejándola caer sobre la cama y fijando su mirada en algún lugar de la habitación.
Recuerdo que me incorporé y me senté a su lado, cogí su mano entre las mías y pude notar su temblor. Recuerdo con una nitidez casi enfermiza los ojos del hombre fijos en mis labios, y a continuación su boca rozando la mía levemente para más tarde morderla con avaricia.
No había besado jamás a un hombre ni experimentado el dolor que origina el roce de la barba en el rostro, una mezcla de fuego y placer que se acentuaba cada vez que el hombre mordía la carne o arañaba con su barba mis labios. Su lengua se movía en mi cabeza y segregaba saliva entre mis piernas, a la vez que sus manos buscaban torpemente el sexo entre gemidos ahogados por ambas partes y calor, fiebre y calor.
Recuerdo que podía sentir el corazón del padre Ángel en mi pecho, latiendo por los dos y llevándose en cada impulso un trocito del mío con él. Recuerdo sus dedos anclados dentro de mi, entrando y saliendo con la brusquedad que acompaña a lo prohibido, a lo inmoral. Recuerdo el placer de sus dedos y el calor que dejaba mi humedad en sus ojos. Recuerdo todo aquello y es imposible desterrar de la memoria el placentero dolor que cada detalle devuelve a mis ovarios. 
Por eso hay veces en que el cerebro despierta en un mundo rodeado de estímulos.
Y en ocasiones, es necesario vivir de recuerdos que aparecen ante el mínimo detalle.


sábado, 9 de noviembre de 2013

Sin salida.

Cuando se percataba de su debilidad no quería luchar contra ella, sino entregarse. Se trataba del embriagador e insuperable deseo de caer dejándose llevar hacia el espejo, viéndose reflejada en él con arrugas alrededor de los ojos y aquella maldita bata desgastada.
Podía haberse pasado media vida odiando la bata de su madre, hasta crecer y darse cuenta de que tenía su propia bata y la observaba desde aquel lugar, donde podía verla reírse de ella con arrugas alrededor de los ojos y la piel descarnada por la edad. Aquella risa siempre tenía el mismo matiz de alegría fingida y amarga, triste, ahogada en el sepulcro que había estado construyendo durante años con una fregona en la mano. Su voz se le metía en la piel reptando debajo de ella al igual que un parásito fruto del delirio y la demencia. Risa que señalaba con el dedo la causa de su desgracia haciéndola sentirse infeliz y vacía, un vacío que se instalaba en el estómago, dentro, al que se entregaba sin fuerzas para luchar, con deseos de caer.
Había crecido oyéndola cantar, canciones de hombres que se jugaban la vida por mujeres imposibles en arenas de ruedos cubiertas de sangre. Había vivido soñando con aquellos ojos verdes y el fuego de un cigarrillo, con prostitutas audaces y amantes torturados. Y había soñado con todos ellos una y otra vez, idealizándolos hasta que tuvo que esperar al primero durante horas sentada en una silla. 
Pero la madre ya no cantaba canciones de amor, ahora reía tras su reflejo arrinconada en el mismo lugar en el que ella había esperado durante horas al hombre, demacrada por los años y perdida en la locura de su dedo acusador.
Y los taxis llevaban la misma frase escrita en el lateral: "te mentiré diciéndote las cosas que quieras oír". Todos llegaban de noche pero ninguno paraba en su puerta. Los protagonistas de las canciones tomaban otros caminos, abandonando a las prostitutas o simplemente tirando el cigarrillo al suelo sin que nadie apagase la colilla o cerrase un verso. Y no había caballos con los que partir ni murmuraba nadie en el hueco de una escalera. 
Por eso aquel día cogió una enorme maleta, la llenó de ausencias y hombres imposibles y corrió de allí, sin darse cuenta de que sus pasos se encaminaban siempre hacia un lugar sin salida, y en la misma dirección de la que jamás salió se dejó caer. Porque se trataba del embriagador e insuperable deseo de no luchar, de cerrar los ojos, de entregarse.

viernes, 1 de noviembre de 2013

La escena

Se agarraba la mujer a los brazos del hombre anclada a su cuerpo con firmeza, clavada en él. Se le escapaba el aliento a través de aquellos labios que configuraban sílabas con un nombre, el suyo. Intentaba escapar del hombre poniendo poca resistencia, con la cabeza echada hacia atrás y la expresión ida entre gemidos entrecortados por la saliva y los labios de él. Tensa, debatiéndose entre el placer de aquella cintura que rodeaba con los muslos y se apartaba de ella lentamente para volver, en un gesto firme, a unirse a su cuerpo.
Recobraba el aliento a través del sudor de la piel húmeda y volvía a tensarse debajo del hombre.
Agarraba el cabello de su enemigo manteniendo su boca muy cerca, encontrando el sustento en el aire que él le proporcionaba. Volvía a relajar los muslos y él penetraba nuevamente en ella, despacio, en un gesto perfecto de anclaje inmediato.
Gemía el hombre cada vez que ella elevaba la pelvis para recibir el sexo y apretaba las piernas en torno a su cintura. Gemía apoyando el rostro entre los senos, lamiendo el sudor que se había depositado en aquel espacio como fruto de una batalla perdida por ambos.
Se agarraba la mujer a los brazos del hombre con firmeza, clavada a él. Se derramaban en aquella cama anclados uno en el otro, buscándose a través de los labios, sin verse. 

sábado, 26 de octubre de 2013

La llamada.

Cuando Ágata me llamó aquella mañana para decirme que había enterrado a su padre no supe bien si darle el pésame o felicitarla.
Ella había conseguido perdonarle con los años, supongo que alcanzó a encontrar para él el tipo de perdón que se confunde con la pena de ver frente a ella al anciano que se hace sus necesidades encima, alcanzando la dignidad a través de las mismas manos que un día sujetó a la fuerza.
Se quedó callada esperando mi reacción y por un instante recordé las palabras de madre Isabel cuando me dijo "verás, Fátima, es el perdón y el arrepentimiento lo que nos abre las puertas del cielo".
No sabré nunca si aquel hijo de puta había llegado a arrepentirse antes de morir del daño que había hecho, pero de lo que en ese momento estaba totalmente segura es de que en aquel cielo que dibujaba madre Isabel no podía haber sitio para un cerdo de aquella catadura moral.
Lloraba al teléfono y yo tenía que buscar las palabras que no sentía para conseguir que aquella pena engañosa terminara por transformarse en rabia, de la cual yo era una experta, sólo así podría alcanzar la paz que ahora disfrazaba el desconsuelo. Yo sabía que Ágata no lloraba de pena, quizá era la única persona de su entorno que sabía realmente que a su llanto lo novia el rencor, el asco y la ira.
Recordé a madre Isabel decir una y mil veces que el odio te apartaba de Dios y también aquella vez en que mirando a mi amiga frente a frente le aconsejé matarlo. Recordé su cara de sorpresa ante una idea absurda de la que tuve que prometerle no volver a hablar en la vida, y así lo hice, aunque la única diferencia hubiera sido pasar de un colegio de monjas a un correccional donde no creo que el trato hubiera sido más vejatorio.
Recordé también que aquel hombre jamás me puso una mano encima, se limitaba a mirarme a través de su botella con ojos precavidos porque en el fondo creo que siempre me tuvo miedo, siempre supo que a mi me sobraban los cojones que no había conseguido inculcarle a su hija para beneficio propio.
Ágata creció pidiéndole a Dios que en uno de aquellos viajes alguien llamase a su puerta o al internado y le comunicase la noticia de que su padre se había abierto la cabeza. Yo simulaba en mi imaginación el momento exacto de asestarle un golpe certero mientras vomitaba el exceso de alcohol encima de ella, en la oscuridad de la noche, mientras aquel Dios del que tanto hablaba madre Isabel era cómplice silencioso de sus hazañas.
Nos despedimos sin hacernos reproches mutuos por el odio que aquel tipo nos había dejado a las dos como herencia. Ella más relajada y yo pensando en el golpe que jamás le di, mientras vomitaba su propio hígado sobre ella y el Dios de madre Isabel volví la cara hacia otro lado.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El hombre que sólo sudaba en mi imaginación.



Cuando me dijo que no sudaba o lo hacía muy poco no tuve más remedio que imaginarle tumbado sobre mi espalda desnuda, absorbiendo la humedad suficiente como para poder culminar dentro de mi una última embestida. Como si yo fuese el mar y él la arena donde filtrásemos nuestros escasos recursos...


Hundía sus raíces en mis dedos como la semilla que en su desarrollo busca inevitablemente el agua separando en su necesidad la tierra. La textura rugosa de su lengua dejaba marcadores que mi espalda convertía en sensaciones enredadas en los pliegues más distales de mi cuerpo. Él sólo sudaba en mi febril imaginación y llegué a odiarle tanto que en ocasiones agarraba con fuerza su cabeza hundiéndola entre mis piernas hasta hacerle quedar sin respiración, hasta que provocase el orgasmo que llenase mi mente de la inspiración suficiente para seguir escribiéndole con la misma humedad que me provocaba.
A veces intentaba enervar su contenido instinto haciéndole participe de mi calor, como quien necesita utilizar el flujo inguinal que resbala por los dedos para terminar convirtiéndolo en tinta. Imaginaba una y otra vez sus manos en mi boca buscando la saliva que le inspirase a morderme, a hacerme gemir y dibujar con aquel sonido miles de páginas en blanco a través de mis manos.
El hombre que sólo sudaba en mi imaginación convertía mi deseo en tinta ensuciando con ella mi piel y su memoria. Yo le extrañaba desde el sexo y era el sexo mismo quien en su lubricante manifestación de vida describía escenas lascivas en la pared de su piel seca y carente de afecto. Todos los orgasmos contenidos llevaban la cálida ortografía de su nombre a medida que la tinta se convertía en escena pecaminosa sobre la superficie inacabada de su imperturbable anatomía distante.
El hombre que sólo sudaba en mi imaginación manchaba con flujo la superficie de todos los libros del mundo y escribía entre mis piernas con la misma caligrafía que dejaba en las arrugas de una sábana.

martes, 15 de octubre de 2013

Inseguridad

Todos los misterios del mundo se encontraban escritos en sus ojos. ¿Cómo demonios iba a decirle que no había asistido a aquella especie de cita porque temía perder el conocimiento si durante unos segundos me miraba fijamente? No, no podía permitir que pensara que era estúpida y opté por la salida más fácil; es una pena, dije, pero razones ajenas a mi no me han permitido asistir.
Luego me quedé pensando durante un largo tiempo, reflexionando sobre aquella estupidez. Quizás no volviera a tener en la vida la oportunidad de conocerle y bien sabe Dios que hubiera dado cualquier cosa por sentirme junto a él, aunque sólo hubiera sido el tiempo suficiente como para grabar aquel instante en la memoria y luego recrearlo una y otra vez en mi imaginación.
Pensé en aquellos ojos fijos en mi persona y supe que su inquisitiva mirada no me permitiría articular palabra sin correr el riesgo de que me temblase la boca, o las manos, o cualquier otra parte de mi inmadura anatomía dejándome en evidencia. Maldita sea esta incapacidad mía para controlar las emociones.
Luego pensé en nuestro saludo cordial, en su rostro acercándose al mío y temí durante un breve instante bucar irremediablemente sus labios, besarle. Todo el valor que me faltaba en distancias cortas le sobraba a la mujer que vivía en mi cabeza, la que temía no controlar en algún momento y tener que finalizar explicando que no había sido yo, que otra pensaba y actuaba libremente dentro de mi incandescente lucha por sobrevivir.
Cada vez que imaginaba su barba rozando mi mejilla el temblor recorría mi espalda y se instalaba en el interior de mi columna vertebral. ¿Cómo demonios iba a asistir a aquella especie de cita? Por primera vez comprendí que siempre había sido una cobarde, que mi imaginación había llegado a lugares donde yo jamás llegaría y que disponía de una herramienta maravillosa para entretenerme durante horas, pero no para vivir.
Me quedé así, pensando durante largo tiempo. Quizás el destino moviera los hilos para que en un futuro pudiera descifrar mi miedo en aquellos ojos de hombre.

jueves, 10 de octubre de 2013

Una mano en la boca

Cuando el sacerdote se sentó en el filo de la cama pensé que está vez el detalle era para mi, pero no introdujo su mano debajo de la almohada, se quedó quieto y colocó el libro encima de la mesita...

Madre Isabel había venido a buscarme aquella mañana para llevarme hasta el despacho del padre Ángel. El hombre quería hablar conmigo sobre lo que había escrito, ni a él ni a las hermanas les parecía una historia propia para mi edad.
Todas me miraron fijamente al cruzar el enorme pasillo que me llevaría ante él, podía leer en sus rostros el miedo que les provocaba verse reflejadas en mi papel en aquel momento, y es que cuando el padre Ángel requería la presencia de alguna de nosotras significaba que algo no encajaba en aquella cárcel para niñas, no era bueno para el bien de la comunidad.
Madre Isabel tenía la costumbre de andar demasiado rápido, si te quedabas algo rezagada te daba un golpe en la cabeza y pronto cogías el compás de su paso; recuerdo aquella vez en que a Magdalena se le cayeron las gafas del tortazo y no conseguía encontrarlas porque sin ellas no veía ni dónde las había dejado...
Cuando me senté frente al padre Ángel madre Isabel se colocó detrás de mi, pero el sacerdote con un gesto solemne la invitó a salir de la habitación y ella accedió murmurando algo que no llegué a entender.
Aquella habitación estaba tapizada de libros en su totalidad, libros antiguos y demacrados que hablaban de pureza e historias monacales, libros que olían bien y captaron mi atención mientras el sacerdote intentaba que le mirará a los ojos y le explicase de dónde había sacado aquellas ideas tan pecaminosas. Al comprobar que no le prestaba demasiada atención se levantó de su asiento y se acercó a una de las estanterías, hizo un gesto de asentimiento y me coloqué a su lado. Comenzó a hablar del cielo y del infierno, del pecado y del error, de la voluntad de llegar al cielo a través de la oración y el ejemplo, mientras mis ojos se clavaban en sus labios y podía sentir en el estómago cada una de aquellas palabras incluso antes de que fueran mencionadas.
Cuando el sacerdote terminó de hablar yo ya me había perdido entre aquel olor y su discurso, y debió de darse cuenta porque agachó la cabeza y ambos nos quedamos en silencio hasta que me recomendó volver a mis tareas y decirle a madre Isabel que hiciera el favor de ir a su despacho.
De regreso a mi habitación sólo tenía una asociación de estímulos en la cabeza, la voz del padre Ángel y el olor que desprendían aquellos libros antiguos. Hasta entonces he de reconocer que jamás había terminado un libro entero porque todos me parecían aburridos, pero aquel olor unido al timbre de voz del hombre sería en lo único que pensaría a partir de entonces.
Por eso aquella noche, cuando el padre se sentó en el filo de la cama y colocó el libro sobre la mesita yo abrí los ojos y pude verle en la oscuridad de los míos, mientras el hombre extendía una mano con la que acarició suavemente mi rostro y pasó sus dedos por los contornos de mi boca.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Recordar sensorial

La imagen proyectada en la superficie de la mesa era de una nitidez lasciva mostrando en relieve los cuerpos enredados en su propio ritual de apareamiento.
Se había parado el reloj de pared y lo único que proporcionaba más realismo a la escena eran los reflejos dorados sobre la piel del fuego que amainaba al otro lado de la chimenea. El contorno del torso masculino dibujaba sombras en el resto de la habitación mientras la mujer yacía en su propia contorsión de gemidos y espasmos musculares. Los dedos del hombre entraban y salían de mi cabeza mientras ella seguía con los suyos puestos en mi, como queriendo contagiarme de todo aquel placer que la desbordaba. Podía sentirles desde dentro, acompañarles desde mi propio reflejo en sus ojos de amantes insatisfechos que buscaban alargar el placer a embestidas, a lamentos entrecortados por el gozo y el esfuerzo.
Me miraba el hombre a través de ella y yo decidía sus movimientos obteniendo más placer que los amantes que configuraban la escena de mi propia locura. Yo era la humedad que a ella le sobraba y el sexo erecto por el que gemían sus caderas incandescentes. Era yo la figura perfecta que encajaba descaradamente en la escena ilógica con la que podían dominar mi cuerpo ausente, la parte más irracional de aquella locura.
Ella separaba las piernas y yo sentía al hombre, él abría la boca y me enredaba en su lengua rugosa y cálida mientras mis labios quedaban atrapados en su mirada perdida a través de mi, buscándola en mi cuerpo y sintiéndome en su humedad.
Era ella quien echó la cabeza hacia atrás y yo la que sentí en las entrañas la puñalada del hombre, envidiando el placer que ambos derramaban en la superficie de aquella mesa.

sábado, 5 de octubre de 2013

Veinte pasos

Como danza sobre el amplio pasillo de parqué llegaban hasta mi habitación los pasos del sacerdote, provocando el despertar de un nerviosismo incandescente y pueril cuando el reloj marcaba cada día las diez y media de la noche. Aquel concierto, precedido de un aroma a naftalina e iglesia, era lo único que le iluminaba la oscuridad del silencio y contrastaba con el preciso reloj que marchaba al compás de sus pasos. Veinte pasos exactos hasta la habitación de las internas, giro hacia la derecha y otros tantos hacia el largo pasillo que conducía a la suya situada al otro lado del jardín, donde el sonido se apagaba poco a poco a medida que aquel ritual diario se transformaba en el eco de unos pasos cada vez más lejanos.
Podía separarme la distancia del hombre aunque su olor a naftalina permaneciera durante unos minutos concentrado entre mis sabanas, y yo pasaba a formar en ese instante parte del aire, sintiendo al sacerdote respirarme a través de las manos que le despojaban de aquella sotana inmaculadamente negra, tan oscura como la infantil visión de la noche.
Algunas veces el padre Ángel abría la puerta de nuestra habitación con cuidado de no despertarnos y dejaba debajo de la almohada de alguna de nosotras un pequeño detalle en forma de golosina, para que lo encontráramos al despertar. Con aquel gesto del hombre descubrí por primera vez los celos y el odio, a medida que la rabia se iba apoderando de mi niñez como si toda ella no fuese capaz de reconocer cualquier otro sentimiento, más tarde llegó la culpa.
Recuerdo aquella vez que en confesión le dije que le odiaba, él se quedó pensativo y la rabia inundó mis ojos de lágrimas, que me hicieron salir de allí corriendo hacia algún lugar donde no pudiera verme nadie. Luego supe que me buscó durante horas, pero a partir de aquel día encontré serias dificultades para mirarle fijamente a los ojos.
Por las noches y mientras todas dormían yo imaginaba al sacerdote acercándose a mi cama y tumbándose a mi lado, le imaginaba pasando un brazo bajo mi cabeza y apoyándola en su pecho desnudo. Podía verme con una realidad enfermiza reflejada en sus ojos oscuros y sentir su aliento en mi rostro. Sentía el temblor de su mano buscando la humedad del sexo infantil y el rubor de su corazón acelerarse dentro de mi cabeza. Su lengua se perdía entre mis piernas y su barba arañaba dulcemente el contorno de mis muslos, mientras yo agarraba su cabeza enredando mis dedos febriles en su pelo.
Si existía un Dios en aquella cárcel para niñas, seguramente descansaba cada noche a solo veinte pasos de mis sábanas y al amparo de mi imaginación.

martes, 1 de octubre de 2013

Sombras

En un universo paralelo mis tobillos descansan sobre tus hombros mientras tu boca gime a través de la mía, y el recuerdo hace mella en mi piel devolviéndome el placer de imaginarte.
En una realidad distinta mis dedos se enredan en tu pelo gris trepando debajo de la piel de tu espalda, mientras, como en un baile de máscaras, nuestras siluetas dibujan sombras fantasmales en la pared de la habitación. En mi necesidad de encontrar refugio en tus brazos imagino en las sombras el contorno de los tuyos, atrapándome dulcemente contra la pared desnuda y fría de tu cuerpo caliente.
En un universo paralelo cabalgas mi necesidad mientras el sudor de tu frente muere en mis labios, dejando ríos de sal a merced de mis contracciones involuntarias. En una realidad distinta encajas a la perfección entre las ideas que me atan a tu sexo.
En mi necesidad de sentirte dentro de mi tengo que imaginarte una y otra vez, mientras sólo puedo jugar con las sombras que proyectan tu recuerdo en mi conciencia.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Héroes.

Siempre han existido héroes, personajes de ficción que a todos nos han acompañado en nuestra infancia. Caricaturas que han llenado de color y entretenimiento nuestros primeros años y con los que algunos hemos dejado volar nuestra imaginación. Héroes que han llegado en el momento oportuno al sitio indicado, que han rescatado a la chica de las fauces del personaje de turno o simplemente han muerto para que seamos conscientes de que la maldad existe, dejando un vacío interior lleno de un sordo recuerdo.
Recuerdo aquella vez en la que yo misma tuve un héroe en mi cabeza. Jamás le conocí pero me hablaron de él durante los primeros años de vida y en mi mente infantil le di forma, lo materialicé hasta llegar a imaginarle de una manera casi perceptible. También recuerdo hoy la noche que me pasé esperándole, asomada a una pequeña ventana desde donde se veía perfectamente una parada de taxis, donde él llegaría para conocerme. No recuerdo ya los taxis que conté aquel día porque ha llovido mucho desde entonces, pero lo que si recuerdo es a mi madre cogiéndome en brazos y llevándome a la cama; callada, pensativa, triste...
Desde aquel día debí de haber dejado de creer en ellos, pero siempre fui algo cabezota, y si la experiencia me había dejado un amargo sabor de boca con pocos años, seguí buscado a mi héroe particular en cualquier lugar a partir de entonces.
Cuando tuve edad suficiente para entender historias de más de diez páginas mis héroes llegaron de mano de los libros. He de reconocer que jamás me gustó que me obligaran a hacer algo donde tuviera que pasarme más de media hora con toda mi atención fijada en el mismo tema, pero lo que en un principio me pareció aburrido, a medida que profundizaba en un libro y me fundía con la trama que alguien había creado para mi, le abría un mundo de posibilidades inimaginables a mi cabeza, pasando a encontrar por aquel entonces mis héroes en los libros.
Todos hemos necesitado héroes para sobrevivir, incluso hemos buscado las virtudes de ellos en sitios equivocados por necesidad o simple curiosidad. ¿Quién no ha buscado también a un héroe entre las sábanas? ¿Quién no ha cometido alguna vez el error de querer ver un héroe donde simplemente sólo existía necesidad de autoengaño?
Con los años cambiamos y creemos necesitar menos auxilio porque la edad nos va endureciendo poco a poco y la figura del héroe parece que cobra menos importancia. Nos rodeamos de amigos, parece que somos capaces de tomar decisiones porque hemos madurado, pero en mi caso, la figura del héroe seguía teniendo su lugar aunque no hubiera aparecido, es algo así como saber que en el fondo existe aunque no haya tenido la suerte de encontrarle nunca.
Seguimos creciendo y cuando menos lo esperamos porque quizás estemos cansados de buscar durante años el héroe aparece un día, y sin decir nada se instala en el sillón menos cómodo de tu casa. Al principio no eres capaz de reconocerlo, porque incluso has olvidado que le buscabas, pero todo héroe que se precie de serlo tiene que estar dotado de una buena dosis de paciencia, y saber esperar...
En mi caso la figura del héroe llegó un día a mi vida y antes de que pudiera darme cuenta se metió dentro de mi, pasó a formar parte de mi cabeza. Era un tipo extraño al que podía decirle cualquier cosa que nada de lo que le dijese le iba a ofender, eso es lo que me llamó la atención de mi héroe, su parsimonia, su recatada tranquilidad y su paciencia. Si yo era la bomba de relojería mi héroe era la dinamita húmeda que a ambos nos garantizaba largos periodos de paz y serenidad. Si yo necesitaba arder mi héroe se aseguraba de esconder bien el mechero y si por casualidad yo lo encontraba, se pegaba a mi lado para que ardiéramos juntos. Sí, mi héroe era un perfecto héroe de los que salían en aquellos cómics o libros infantiles, un héroe de verdad.
Pero como en los cuentos o películas los finales no siempre son bonitos también mi héroe tenía sus defectos, y llegada la hora de una mala noticia a su favor decidió tomárselo con calma, sentarse en algún cómodo sillón de esos que te garantizan buenas vistas y a un camarero despistado que le trajera algo para beber aunque no fuese precisamente lo que había pedido.
Sé que mi héroe no tiene un espíritu muy luchador, lo sé porque aunque le he conocido tarde así le he imaginado durante años, salvando a la chica del cuento aunque tuviese que dejar su vida en el camino. También sé que incluso aunque se sea un auténtico héroe la vida puede dar un giro de repente y quitarte el disfraz de golpe, bajarte de la cuerda y arrancarte la capa en pleno vuelo. Sé tantas cosas que odio haberle reconocido tan tarde y tener ahora la sensación de que me falta tiempo y de que la vida es una auténtica mierda. Odio saber lo que hoy sé.
Me gustaría sinceramente encontrar la manera de terminar esto que he comenzado, las palabras adecuadas que te reconforten, el ánimo que he visto que la gente te da, pero no es eso realmente lo que yo quiero decirte desde aquí, maestro, no sé si sabría explicarme...
Me gustaría no tener que estar tan lejos en este momento y poder mirarte a la cara, de frente, donde no hicieran falta palabras porque me entendieras a la perfección con un simple gesto.
Me gustaría que hubieras llegado a mi vida mucho antes, porque ahora sólo me queda la sensación de haber dejado de buscar y quizás ese haya sido mi error.
Me gustaría poder llenarte la cara de besos y el alma de vida, estar a tu lado y ayudarte a seguir porque egoístamente me haces falta...
En mi vida imaginé que un hombre pudiera hacerme vivir tanto en tan corto espacio de tiempo, maestro, quiero que lo sepas.
Y sólo una cosa más... Si ahora que por fin he encontrado a mi héroe se te ocurre marcharte antes que yo, procura esconderte muy bien, porque si existe otra vida y me dejas, donde quiera que te metas te encontraré, y créeme, temerás haberme conocido.

martes, 24 de septiembre de 2013

Manos de escritor

Escribía sobre la piel con la virilidad lasciva de mi sexo en su cabeza, buscando la forma de transformar en gemido su intención. Hallaba palabras fálicas con las que manchaba mi piel y el resto de mi ropa. Lo hacía desde la precisión animal y el instinto, sabedor de que en cada línea terminada yo jadeaba al compás del renglón torcido. Escribía consciente, acentuando el dardo en cada curva, en cada arruga y pliegue. Relajaba tensiones en los músculos devolviendo con ello el placer a mi espalda. Escribía el hombre cansado encontrando el apoyo en mi orgasmo, la hidratación en mi saliva, papel en mi carne, y escribía..
Dejaba que la tinta resbalase por la espalda creando historias interminables de mujeres que se parecían a mi, como queriendo contagiarme de toda aquella amargura que se le había metido dentro. El hombre escribía con mi rostro entre sus piernas y su humedad en mis ojos. Con el odio de la duda buscaba respuestas en la carne que le deseaba, valiéndose del útero que gritaba su nombre desde el lecho vacío. Y arqueaba mi espalda con cada letra, como queriendo dominar mis hormonas a medida que la tinta teñía el suelo.
Escribía el hombre pensando dentro de mi sexo la manera de crearme para él, el modo más perverso de convertirme en historia inacabada, interminable. Escribía en mi piel con la precisión de la caligráfica tortura que hiciera abrir mi boca y dejar escapar un gemido con su nombre.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Historial 37

Cuando el Doctor Phill puso el historial sobre la mesa René no tuvo más remedio que improvisar.
Se había pasado los últimos seis meses intentando convencer a todos de que ya no era un peligro para si misma, Anna se mantenía de algún modo relajada y las mascas en sus muñecas eran casi imperceptibles, pero la mirada inquisidora del médico no daba lugar a dudas, podía engañarlos a todos menos a él.
Tenía que hacer creer al médico que sus obsesiones estaban controladas, pero no encontraría la manera de hacerlo sin provocarle y rehusó mirarle de frente.
Estaba descalza, como de costumbre, y apoyaba ambos pies en la mesa del hombre en tono chulesco, sabía que a él no le gustaba aquella manera de actuar.
El Doctor Phill abrió el historial en un gesto tranquilo, pausado, y René comenzó a reír de una manera irónica cruzando ambas piernas sobre la mesa.
-Háblame de ella -comenzó el Doctor.
-Anna se marchó hace tiempo, Doctor, no creo que vuelva a aparecer.
-¿Tienes menos dificultades para controlar tus impulsos?
La joven le miró desafiante y en un movimiento que al médico le pareció demasiado programado fue abriendo las piernas que había colocado encima de la mesa, dejando al descubierto el vello público.
El hombre se llevó una mano al nudo de la corbata e hizo gesto de sentirse incómodo.
-Háblame de Anna -dijo él.
-Anna ya es pasado Doctor, ahora soy yo quien está delante de usted.
-Me comentan los compañeros que en estas últimas semanas te has portado bien.
-Se lo prometí Doctor, le dije que confiara en mi.
El Doctor Phill se levantó de su cómodo sillón y se acercó a la joven, tomó sus pies y los devolvió al suelo.
-Háblame de ella.
René se incorporó de su asiento y se sentó encima de la mesa, el médico se apartó un poco hasta colocarse frente a la ventana y esperó en silencio.
-Le gusta la primavera Doctor? Dicen que es la época del año donde más sufrimos los perturbados.
El Doctor Phill quiso aparentar serenidad cuando regresó a la mesa y volvió a sentarse en su cómodo sillón, cruzó las piernas y René se giró frente a él.
-Estamos aquí para hablar de Anna -dijo el médico y volvió a guardar silencio.
-Ojalá sintiera usted por mi tanto deseo como siente por Anne, Doctor. Yo también podría hacerle feliz.
La joven volvió a separar las piernas lentamente y el médico en un gesto brusco se echó hacia atrás, provocando en ella una nueva carcajada.
-¿sabe? -dijo René -Últimamente tengo serios problemas para excitarme, creo que debería usted revisar la medicación que con tan buena intención sus compañeros me administran cada día.
El Doctor Phill se levantó para tomar el historial que estaba al otro lado de la mesa y René le agarró la mano colocándola en su sexo, el hombre la apartó recogiendo el historial y dirigiéndose a la puerta.
Y aunque René no apartaba los ojos de él, fue Anna quien notó que la mano del médico estaba demasiado fría aquella mañana.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Inocencia interrumpida

La ventana daba a un amplio jardín flanqueado por estatuas de ángeles. Al otro lado se encontraban los dormitorios de las hermanas y un poco más arriba el del hombre, en la parte alta del edificio.
Le gustaba ducharse y oír los gritos de las pequeñas que llegaban desde el jardín, risas inocentes de huérfanas sin padres ajenas a su propia desgracia, gitanas en coros cantando flamenco y alguna que otra campanada perdida anunciando la misa de ocho.
Sabía que el hombre la observaba desde la otra parte del patio, sosteniendo sutilmente el visillo de la ventana entre las manos, dejando un mínimo resquicio por donde atrapar la carne joven, el anhelo prohibido a su fe, la mirada tímida al amparo de la oscuridad que favorece el anonimato.
Y como en un juego prohibido a la vista de nadie, ella se desnudaba cada día sabiendo que el hombre estaba allí, quieto y expectante.
Conoció el sexo a través del deseo del Padre. Se despojaba del uniforme escolar cada tarde como en un ritual perverso e inocente, conocedora de que cada prenda al caer se llevaba un suspiro de aquel guardián silencioso y atrevido, del hombre al otro lado de la ventana. Luego, a modo de juego, abría la llave de la ducha y dejaba que el agua recorriera su piel pensando que en cada gota que resbalaba por su cuerpo los ojos del padre Ángel depositaban una pizca de consuelo.
Al pasar despacio ambas manos por el pecho podía notar el temblor del cura en su carne, imaginar con una precisión casi exacta la garganta del hombre secarse bajo aquella acción. El ombligo, tembloroso bajo la mirada indiscreta, se agitaba ante el tacto de la espuma, y en el sexo pueril, cubierto ya en su totalidad, se instalaba una especie de contracción constante en forma de deseo inocente.
Los contornos del cuerpo adaptándose a la espuma despertaban el brillo en los ojos del hombre. La incomodidad que la sotana comenzaba a proporcionarle se le antojaba excitante, y el calor de la cruz en el cuello una continuación de su propio calor.
Todo era divertido para ella porque había dejado de encontrarle placer a los juegos infantiles de patio. Lo divertido ahora estaba en imaginar al cura luchar desde la oscuridad por mantener las manos encima de la Biblia y dirigirse a misa de ocho un tanto perturbado.
Luego, en el silencio de la noche, imaginaba al hombre masturbándose para ella, como en una imagen mnémica proyectada en la superficie de una mesa y de una definición casi enfermiza.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Ilusión de realidad

Cuando el hombre apartó despacio el encaje de la braga femenina y colocó la palma de su mano sobre el vello público, la mujer se dobló como un junco bajo la tempestad.
Pasó suavemente su otra mano sobre los labios y retiró el carmín desdibujando la mueca de placer que ella comenzaba a sentir, la tomó del cuello y la obligó a mirase fijamente en el espejo.
Ella observó la mano del hombre y adivinó que el corazón se le paraba en la garganta. Notó la dureza del miembro masculino en su espalda y tuvo que apoyarse en la mesa para no perder el control.
Volvió a obligarla está vez a inclinarse un poco más, separó con sus rodillas las piernas de la mujer y se agachó, colocándose entre ellas.
Al sentir las manos del hombre sobre sus nalgas se dejó caer agarrándose con fuerza a la mesa, intentando resistirse a unos labios que por aquel entonces se habían perdido entre sus muslos. La lengua caliente pasaba por cada centímetro de piel activando reacciones precisas, concretas. De vez en cuando se paraba y mordía la carne, consiguiendo que ella gimiera con fuerza, desde el dolor.
La imagen que le ofrecía el espejo se le antojaba cada vez menos nítida, más confusa. Hasta que su reflejo desapareció por completo cuando él, separando las nalgas con ambas manos, buscó con su lengua los contornos del sexo...

jueves, 12 de septiembre de 2013

Cartas a ningún lugar

Querida Mar...
Hace mil años que no sé nada de ti, exactamente desde que se te ocurrió la estúpida idea de dedicarle tu vida a Cristo y nos dijimos adiós en aquella puerta con el firme propósito de que si no te salían las cuentas viviríamos juntas en un futuro. Recuerdas? Yo nunca miré atrás.
No fue la nuestra una infancia adecuada Mar, nos hicimos mujeres tan pronto que a los diez años ya sabíamos al llegar a tu casa y ver la puerta entreabierta que tendríamos que esperar durante horas a que tu madre terminase de tirarse a aquel tipo que al salir siempre escupía en el suelo.
No he olvidado mi primer día en el internado, sentada en un rincón y llorando a moco tendido cuando llegases tú, te sentaste a mi lado y supimos que desde aquel momento seríamos una sola persona; bueno sin olvidarnos de Teresa y de aquel día en que se tiró a mi cuello al verme llegar gritando que por fin el alcohol había terminado con su madre.
¿Qué habrá sido de Teresa?
Nuestra infancia en la mazmorra nos enseñó muy temprano a diferenciar lo bueno de lo malo a base de hostias, como siempre nos recordaba Madre Isabel, te acuerdas de Madre Isabel?
Yo todavía no he olvidado aquel día que se le cayó el pañuelo al suelo y se pasó diez minutos mirándome fijamente para ver si yo me agachaba a recogerlo, lo siguiente que recuerdo es que del golpe que me regaló me pasé oyendo al padre Ángel dos semanas en estéreo.
Qué infancia Mar! ¡Qué maravillosos años!
Algunas veces me gusta recordar las clases de catequesis, donde juntas imaginábamos que el día de la comunión le meteríamos fuego a la iglesia y saldríamos de allí en un descapotable rojo y con buena música de fondo, mientras las llamas terminaban con todo, monjas incluidas.
Tampoco olvido a Magdalena y sus malditas tablas de multiplicar, en las noches y al otro lado de el dormitorio, no sé cómo no tuve el valor suficiente uno de esos días como para acercarme a ella y mandarla a la cama con la misma superioridad putrefacta con la que la hermana Rafaela la obligaba a quedarse toda la noche sin dormir.
No éramos nada Mar, sólo ilusión infantil en manos de un Dios que en lo último que pensaba era en nosotras. No éramos nada y fíjate donde hemos llegado, yo me he regenerado y tú has entregado tu vida a otros porque realmente nunca fue tuya del todo.
Eres feliz Mar? Has encontrado la paz de la que tanto me hablabas? Existe esa paz?
Recuerdo que cuando nos daban dos días libres en la mazmorra íbamos a tu casa y sacábamos a pasear a tu hermana pequeña mientras tu madre trabajaba porque no querías que la niña estuviera en casa y lo oyera todo, pero debíamos volver al internado y dejar allí a tu hermana Mar, sé que aquello jamás te permitirá dormir tranquila.
Recuerdas cuando murió aquella monja y nos tuvieron toda la noche velándola hasta que vinieron a recoger el cadáver por la mañana temprano? Tú no podías mirarla sin sentir ganas de vomitar y yo no paraba de tocarla para comprobar cómo se iba endureciendo el cuerpo. Siempre fuimos tan diferentes...
Prometo volver a escribirte Mar para que no olvides la mazmorra. Sólo si mantenemos nuestro pasado presente podremos agradecerle a aquel Dios olvidadizo lo que tenemos ahora...


miércoles, 11 de septiembre de 2013

La carta.

Querido amigo, en mi peregrinar de pensamientos incoherentes he llegado a la conclusión de que nuestra extraña relación va en declive. Mi corazón ha vuelto a retomar su ritmo habitual y el condicionamiento selectivo que en un principio me produjeron algunos sonidos va extinguiéndose a medida que pasan los días.
No sé el número que harás en la lista de personas que dicen haberse distanciado de mi por mi carácter. Ni siquiera tengo la seguridad de que sea tuya la culpa. De lo que estoy totalmente segura es de que gracias a ti me he dado cuenta de que no es el mundo el que vive en mi contra, soy yo misma.
Sé que es difícil conectar con alguien que no le ha encontrado a la vida suficientes objetivos o metas, también sé que no saber lo que realmente se desea es complicado, pero estoy segura de que lo que eriza la piel es la intencionalidad movida por el deseo, no por el consejo.
Quiero vivir de principios como el que he tenido contigo, buscarte en otros rostros que digan bonitas frases en el comienzo aunque terminen siempre por distanciarse. Cambiar cuando note que inevitablemente la relación llega a su fin para volver nuevamente a sentir el comienzo.
Ahora comprendo aquello que me dijiste de que siempre habías sido infiel, que habías tenido muchas amantes porque la motivación está en el cambio, en los diferentes olores o voces. Creo que en el principio radica lo maravilloso...
No me quedaré en ningún lugar el tiempo suficiente como para vivir el declive de lo inevitable. Quiero vivir lo que has vivido tú, conocer otras voces y olores, otras palabras de las que desconfiar y otra humedad...
Quiero llegar a tu edad y decir que siempre he tenido amantes porque ninguna de ellas por separado me ha proporcionado la humedad suficiente como para clavar una bandera en su piel y hacer de ella mi único territorio posible.
Quiero cerrar hoy la puerta que te abrí convencida desde el primer momento que dejarte entrar sería un nuevo fracaso, pero te he sentido querido amigo, eso tengo que agradecértelo.
Has estado ahí con una paciencia infinita cuando yo sólo intentaba echarte de mi lado, has aguantado estoicamente mis cambios de humor y mi inseguridad. Has proporcionado humedad en una mente y desbordado sus efectos sobre la piel que creía muerta. Has hecho que piense en ti cada segundo del día, que llore y ría a la vez, que viva...
Has conseguido que mi sexo despierte y te reclame, que mis manos guiadas por las tuyas se hayan ruborizado al contacto con la piel, que te desee con un hambre infinita y te extrañe sintiendo puñaladas en el estomago, ganas de ti.
Has sido capaz de tantas cosas...
Eres un tío grande que me ha enseñado demasiado. Sólo me queda el agradecimiento hacia tu persona, y decirte, que cuando tenga tu edad, quiero ser como tú...

lunes, 9 de septiembre de 2013

El toro de la Vega

Me acompañarán calle abajo los mismos que han programado mi muerte.
A una hora prevista con antelación mi destino estará fijado.
Gritarán a uno y otro lado de la calle y en mi temor, cometeré el error de seguir un camino establecido.
No habrá cruces ni coronas de espina, aquí el engaño estará oculto en el miedo, mi miedo.
Caminaré asustado por corredores hasta campo abierto, donde tendré que medir mis fuerzas con el hombre, un animal menos corpulento pero más astuto.
Dicen que existe una forma de salvarme, pero no es cierto. Nunca podré rebasar un límite que podría alargarme la vida si el pánico me obliga a seguir el camino programado. Jamás llegaré a mi meta si la lanza no la porta un sólo hombre, porque serán cientos...
Mi corpulencia unida a mis defensas naturales tampoco me servirán de ventaja, no será una sola lanza...
El pánico me acompañará desde el principio, en mi intento de buscar refugio me llevará equivocadamente hasta donde ellos quieren que lo haga.
Siempre iré escoltado por mis verdugos, los mismos que inventaron la fiesta de interés turístico.
Bajaré la calle del Empedrado hasta el puente de el Duero, cruzaré el mismo y miraré de frente al Cristo de las Batallas, allí me estarán esperando centenares de corredores para citarme y recordarme el camino, para que no me pierda. Luego se unirán los caballistas para escoltarme como trofeo anticipado hasta el campo del Honor donde comenzará todo, y conoceré por primera vez el brillo de una lanza, también la sentiré entrar en mi costado y brotar la sangre, con la que ellos se teñirán la cara y las manos.
Queda totalmente prohibido clavarla si no es con el propósito de matarme, debo morir con las fuerzas intactas, nobleza lo llaman...
Al miedo se le unirá ahora el dolor, porque serán muchas las lanzas que atraviesen mi costado hasta darme muerte.
Con suerte el tiempo pasará rápido y dejaré de oír sus gritos doblándome sobre mi propia sangre.
Me llamo Vulcano, tengo cinco años y peso 580 kilos.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El sueño

Llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. Lo supo porque la sonrisa irónica de la niña que proyectaba en lugares diferentes de la habitación era demasiado reveladora como para albergar durante más tiempo alguna duda. Era tarde, pero al fin y al cabo tenía todo el tiempo del mundo para seguir descifrando misterios que en ocasiones atravesaban su inconsciente para revelarle durante el sueño la clave. Había ocasiones en las que se veía a si misma a través de los ojos de aquella niña. Los dedos que movían la tierra intentando salvarle la vida y eliminar el sentimiento de culpa eran los suyos, pero era la niña quien daba órdenes.
Podía haber evitado todos los males del mundo si hubiera querido, porque todos estaban marcados en su cabeza para advertirle del peligro que irremediablemente la llevaría al sentimiento de culpa. Pero era tarde, siempre era demasiado tarde para evitar la muerte o mitigar tantas voces atrapadas en su alma. Era como si en el instante más álgido de placer el amante susurrase a su oído una palabra inapropiada, una vulgaridad.
Podría evitar que él escribiera bonitos relatos entre sus piernas, pero jamás olvidaría el temblor que sintió la primera vez que acarició su sexo para utilizar sus fluidos como tinta.
Podía evitar abrirle la puerta, pero si miraba fijamente a la niña comprendía que no era en la habitación donde debía negarle la entrada, él nunca había salido de su cuerpo.
Podía intentar distraerse, pero ella seguiría jugando en la consulta de aquel psiquiatra intentando llamar su atención.
Por eso llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. A su alrededor todo el mundo la ignoraba, porque realmente estaba muerta.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Isabel

En las emociones la realidad no debería alcanzar valores tan extremos que el organismo no pueda equilibrar mediante un mecanismo homeostático. Cuando cualquiera de ellas excede unos parámetros establecidos dentro de lo soportable la contraria aflora inmediatamente, para compensar el exceso de la primera y regular un equilibrio. Sucede lo mismo que cuando te embarga la felicidad de una manera tan intensa que terminas llorando, así se equilibran las emociones. A cada emoción principal le sigue un efecto oponente, para contrarrestar el equilibrio y mantener un mínimo de estabilidad, un orden dentro de un sistema tan complejo como es el organismo...

De Isabel sólo quedaba un retrato sobre la mesa. Iba de mantilla y apoyaba el rostro sutilmente sobre la mano derecha. Sonreía tímidamente, supongo que en una época en la que no estaba bien visto sonreír demasiado para una fotografía.
Las veces que mi curiosidad me llevó a preguntar por ella con la fotografía en la mano mi tía siempre reaccionaba del mismo modo, volvía a poner el retrato en su lugar y no decía nada, se limitaba a seguir con su tarea diaria, también dentro de un orden.
Descubrí pronto que a mi madre tampoco podía preguntarle por Isabel, no le gustaba hablar de ella y se limitaba a entristecer cada vez que alguien se la recordaba.
Por aquella época la gente se entretenía en grandes patios de vecinos a la caída de la tarde, formando un coro al que me apasionaba asistir y escuchar con interés viejas historias.
Con el tiempo, descubrí que Isabel había tenido una vida triste producto de un matrimonio concertado por su hermana, una mujer muy católica que se había casado con un médico del lugar. Isabel era diferente, hermosa y libre vivía sin importarle el qué dirán en una época en la tampoco debía de estar bien visto que una mujer llegase a una determinada edad sin estar casada. Todo se resumió en un matrimonio, una vida totalmente vacía y carente de significado y cuatro hijos.
Los años siguientes transcurrieron para Isabel sin sentido alguno, hasta que de repente, un buen día, se cruzó en su camino un gitano de esos que te miran fijamente y comprendes de inmediato que es mejor rendirse que luchar por algo que irremediablemente se ha perdido de antemano.
El gitano se llamaba antonio, también estaba casado y tenía hijos, pero perdió el sentido por Isabel de tal forma que ambos se buscaban por todos los rincones del pueblo, a escondidas de las malas lenguas que por aquel entonces ya empezaban a comentar...
Se decía que vieron alguna vez a Isabel salir desnuda y correr calle abajo en mitad de la noche. Fueron otros los que aseguraron que Antonio amenazó a su mujer y a sus hijos con quitarse la vida si le prohibían volver a verla. Incluso hubo quienes juraron haberlos sorprendido en la oscuridad del monte, con el único abrigo de sus cuerpos, y fue uno en concreto el que llegó aquella tarde corriendo y gritando que Isabel se había tirado al río...
Nadie hablaba en casa sobre Isabel, pero ella presidía la estancia y se reía de todos ellos con su sonrisa recatada.
Los cuatro hijos fueron a parar a manos de su católica hermana, que si un buen día concertó un matrimonio, más tarde tuvo que pagar un precio muy alto y criar con resignación a sus sobrinos.
El retrato siguió durante años sobre la mesa, hasta que el polvo y el tiempo desdibujaron la casa y los mueles se llenaron de carcoma.
Ella jamás perdió su belleza, y aunque en el pueblo no llegaron a entender que algunas veces hay emociones que superan cualquier sistema compensatorio, su retrato es lo único que ha resistido a la historia.
A veces la miro durante un largo espacio de tiempo y juraría que los años le han restado timidez a su sonrisa.

martes, 3 de septiembre de 2013

Tocar con los ojos

Me gustaba observarle mientras dormía, sentada en una vieja mecedora apuraba lentamente un cigarrillo tras otro entusiasmada con la imagen que ofrecía el hombre desnudo sobre la cama.
Era esbelto como un junco, y al igual que él estancado en mitad de la noche, plácidamente imperturbable.
Respiraba de manera tranquila ajeno a mis ojos que descifraban hasta el mínimo detalle a través del humo. Respiraba despacio, y en cada una de sus expiraciones descendía su torso cubierto de una oscuridad casi enfermiza. Respiraba el hombre al compás del viento que entraba por la ventana desplazando el humo, ofreciéndome una imagen menos distorsionada, más real y nítida.
El sol y el mar habían curtido su piel durante el Verano. Pequeñas pecas doradas adornaban un rostro varonil cuya complicidad la remataba un mechón de pelo que caía con cierta ironía sobre su frente, y unos ojos rematados en oscuras pestañas rizadas, tan oscuras como el vello que le cubría el pecho.
Descansaba el hombre mientras los míos subían y bajaban por aquel terreno desconocido y árido, parándose en lugares concretos, como queriendo dejar marcadores de todo aquello en la memoria.
Imaginé sus caderas estrechas encajando como un guante en cualquier molde femenino, mientras contemplaba el sexo cubierto de vello oscuro y rizado, al igual que sus pestañas. Destacaba el órgano relajado sobre unos muslos firmes y largos y odié a cada mujer que hubiera encontrado un soplo de vida debajo de aquella estampa
La textura del miembro viril rugosa y apetecible me hicieron estremecer al pensar en cómo cambiaría su anatomía bajo el roce de mis labios. Fue inevitable llevarse las manos al sexo y temblar pensando en la calidez del suyo, en el contorno cruel de la forma.
Era la imagen de la perfección derramada sobre un lienzo blanco, santuario tentador donde clavar una bandera y construir el mejor de los refugios.
Respiraba el hombre y en cada inspiración se llevaba una parte de mi, consiguiendo, sin imaginarlo siquiera, que la humedad resbalase por cada junco estancado a los pies de una charca.

miércoles, 28 de agosto de 2013

La vida...

Lo que es la vida, veinticinco años casada con un búho y cuando ya no vale una nada como mujer twitter pone un gallego en mi camino.
Mi gallego es especial, porque me hace reír hasta el dolor de costillas. No es que tenga mucho arte, pero su seriedad exagerada alcanza la dramatización, provocando en mi los mismos efectos que la cocaína en un yonki que en mitad del nerviosismo se equivoca de dosis.
Cuanto más me río yo, más se enfada él. De ahí a hiperventilar es todo cuestión de segundos.
Mi gallego no me deja estudiar y sabe que me quedan cuatro días para el dichoso examen. Me busca, me agobia, me encuentra y juntos nos fundimos en una conversación ilógica y tangencial propia de la incoherencia esquizofrénica.
Mi gallego tiene arte, coño, por qué no decirlo? Cada vez que se enfada culmina con un "olvídame" "no quiero saber nada más de ti" "me iré por donde he venido" y yo, que he mamado Sevilla hasta dejarla vacía, no tengo más remedio que tirarme al suelo y romperme la camisa, como Camarón.
Mi gallego sube hasta la exaltación arrastrándome con él en su peregrinar, para cinco minutos más tarde devaluarme y de un golpe seco tirarme al suelo de espaldas, pero no importa, es mío y lo he encontrado cuando más falta me hacia reír...
Recuerdo una maravillosa frase de cine en la que un hombre le preguntaba a una mujer si "ese otro" la hacía reír, "no me hace llorar" respondía ella, pues algo así me pasa a mi con mi gallego...
Yo creí que había alcanzado la estabilidad viviendo con un fantasma, con una seguridad económica, una bonita casa, hija y perro; me equivocaba.
Si a mi me llegan a decir que yo a mis 43 años me iba a reír de esta manera cómo en el mundo me caso yo con un taxista, que no me hubiera ido a Galicia andando...
La estabilidad sólo puede alcanzarse perdiendo la razón o la vida, y eso sabe llevarlo por santo y seña el gallego cada día a la mía, vacía y carente de toda diversión.
No me imagino mi vida ya sin el gallego. Perdono la casa, la estabilidad y hasta el marido. A tomar por culo todo que yo lo que quiero es seguirle hasta la tumba.
Donde el gallego vaya voy yo, lo que el gallego diga hago y si me pide tirarme por un puente pues me tiro, total, son dos días...

sábado, 24 de agosto de 2013

Imaginándote

Te extraño con el sexo, con la carne y con la boca.
Extraño cada palabra apagada en mi piel desde tu garganta.
Extraño tu sabor a hombre, tu textura caliente, tu sudor en mi lengua.
Te extraño desde el útero vacío, desde el pecho endurecido, desde la humedad.
Extraño no poder amamantar tus ganas ni ensuciar tu conciencia.
Te extraño en la distancia, en la certeza y en la duda.
Te extraño con el sexo que grita
Con la mano que reclama
Con la carne.

martes, 13 de agosto de 2013

Tinta con odio

Ayer y después de pasar un rato divertido y agradable en twitter llegaron a mi correo varios mensajes. Con unos me reí bastante, otros me dejaron indiferente pero uno especialmente es el que ha hecho que deje a un lado la línea que suelo utilizar en este blog para sentarme a reflexionar y compartir con todo aquel que tenga a bien leerme lo que pienso sobre el tema en cuestión.

Todo parte de mi sentido del humor, tan extrañamente entendido por unos, criticado por otros y agradecido en ocasiones. Todo nace de un rato agradable donde utilicé la edad de una persona mayor y la complicidad de una compañera de twitter para reírnos un rato. Siempre y bajo mi punto de vista desde el humor y sin ninguna intención de hacer daño, sin afán de molestar o disfrutar con el sufrimiento ajeno, como derecho a ver la vida desde otro punto de vista al que la ve la mayoría, o creen verlo bajo normas hipócritas preestablecidas.

¿Quién establece los límites de lo que está bien o está mal?
¿En qué estúpida norma moral está establecido lo que se considera ético?
¿Es la sociedad la que impone las reglas?
¿Quién determina que aquellos que sacan un punto de humor de un acontecimiento desagradable lo hacen con mala fe?
¿En serio hay gente tan inteligente que sabe la intención de una ocurrencia determinada que nace de una desgracia cualquiera?
¿Por qué confundimos ironía con falta de respeto?

Voy a exponer a continuación y entre comillas algunos fragmentos sacados de ese maravilloso correo que recibí ayer con la ilusión de que lo disfrutéis igual que lo disfruté yo, sin necesidad de descubrir al dueño de la herida porque tampoco mi idea es hacerle daño, sólo me mueve hilar uno a uno sus agradables e incomprensibles propósitos para llegar a entenderlos...

"En la duda de pensar que eres estúpida prefiero creer que estás enferma. Tu inteligencia por desgracia no está a la altura de tu arrogancia"


Nunca he presumido en twitter de ser una persona inteligente, es más, si de algo me he reído en esa red social es de mi triste vida, porque en el desahogo de hacerlo encuentro el humor que necesito para llevarla adelante. Sí, el humor. Porque yo a las desgracias y a la vida no tengo más remedio que sacarle eso para ser feliz, lamento que algunos no lo entiendan. Y sigue el maravilloso correo...

"He conocido a otros como tú, pero vivían estabulados en granjas y sabían que era por el culo, y no por la boca, por donde se evacuaba la peste de sus heces"

Realmente no alcanzo a entender qué demonios hay de malo en sacarle humor a la edad. Me es imposible imaginar que alguien pueda pensar que mi intención era ofender, hacer daño, reírme de una desgracia. No, me niego a pensar que alguien pueda sacar de un comentario jocoso una maldad que sólo y exclusivamente está en la mente del que la interpreta, no del que la escribe...

"No me viene mal añadir a mis experiencias personales más penosas el trato circunstancial con alguien que por la bajeza moral de sus hechos no merece vivir despierta, ni morir dormida"

La idea de la broma era montar un geriátrico virtual para recluir a todos los viejos verdes que como "el abuelo" mandaban fotografías subidas de tono a mis amigas virtuales. La idea consistía en que mi compañera virtual pudiera reírse durante un rato de cosas como "la caída de una dentadura postiza dentro de su boca" o "la bolsa de colostomía que tendría que cambiar tres veces al día coincidiendo con la digestión"
La idea era simplemente esa, buscarle la parte cómica a la vida porque es lo más importante, reírse de todo...

¿Alguien puede imaginar que por reírme de haberme llenado las manos de mierda al limpiar un culo soy tan gilipollas como para no saber que también el mío tendrán que limpiarlo mañana?
¿Alguien cree que soy tan estúpida al reírme de la dentadura postiza de mi madre que por eso pienso que voy a despedirme del mundo manteniendo la mía completa?
¿Alguien cree que en mi familia la gente no envejece, no enferma, no tiene dificultades?
La diferencia es que yo antes de reírme de cualquiera me río de mi misma, porque con ello encuentro la vida más llevadera y no tengo que enfrentarme a los demonios que tantos temen porque siempre los llevo presentes.
Para mi no hay nada tabú y nada me asusta a excepción de la muerte. Para mi no hay normas ni corrientes de opinión a las que deba seguir para no llamar la atención a solas y ser señalada como minoría. Para mi no existen las normas establecidas e hipócritas de aquellos que se ponen las manos en la cabeza ante un comentario jocoso y comulgan cada Domingo intentando al salir de la iglesia no rozarse con el enganchado que pide limosna en la puerta. La diferencia radica en la visión de las cosas, en la realidad, en disfrutar de lo malo de igual modo que celebro lo bueno. En tomarme con humor la vida aunque sea consciente de que vivirla conlleva enfrentarme con su peor parte...

"Te aseguro que de las personas de tu catadura moral suelen ser visibles sus cadáveres mucho antes de que les sorprenda la muerte. Por desgracia para ti, con esa actitud infame solo conseguirás que tus ideas lleguen menos lejos que tu hedor"


Pues bien, puedo y debo reírme de una bolsa de colostomía porque he tenido la suerte de que se me ha reventado una en la mano en el momento de cambiarla y me ha llenado toda de arriba a abajo de lentejas sin digerir...
Puedo y debo reírme de la edad porque mi madre de 77 años de vez en cuando me pide ayuda para recordar el lugar en el que ha dejado la dentadura postiza...
Puedo y debo reírme de mi padre porque nadie se ha pasado siete horas con ocho años sentada en una sillita de nea, asomada al balcón, esperando un taxi negro de rallas amarillas que lo trajese aquel Verano por vacaciones, y nunca llegó...
Puedo y debo reírme de mis tetas porque dentro de muy poco podré acomodarlas en las mismas bragas que lleve pudiendo ahorrarme el dinero del sujetador...
Puedo y debo reírme de algunas monjas porque la primera hostia que me llevé en la vida sobrevino de manos de una que me dejó estampada en la pared...
Puedo y debo reírme de un pene flácido porque en ocasiones y con un poco de guasa se levanta lo suficiente como para poder sondarlo...
No me toquen los huevos buscando la mala fe del mismo modo que apartan la mirada de la televisión ante un cuerpo mutilado. Hagan el favor de no ser hipócritas. Hagan en favor de mirarse cada uno bien dentro antes de darle un sentido equivocado a las cosas.
No me reía de todos aquellos hombres a los que por edad no se le levanta, no quieran darle un sentido a mis palabras que no tenía, analicen mejor su interpretación.

Y he dejado lo mejor para el final...

"Me queda el consuelo de que, tomando como referencia la patología intelectual de alguien como tú, podré escribir una de esas columnas que merecerían ser redactadas con la sintaxis molusca de los gomosos esputos de una escupidera"


Ahí el caballero no ha estado mal del todo, soy distímica, pero eso lo saben hasta los gatos que rondan los contenedores de basura cada noche para saciar el hambre con los despojos de una sociedad enferma.
Intenten no llevarse las manos a la cabeza por ir a favor de una corriente donde la mayoría no tiene ni puta idea de si comulgar o no con unas normas establecidas por cuatro, que hoy siguen miles para no llamar la atención...
No tengan miedo a envejecer o enfermar sin adquirir con anterioridad la fuerza o humor necesario para enfrentarse a ellos con arrogancia. Se sorprenderían del sentido de humor que pueden desarrollar algunos después de sobrevivir desgracias.

A mi me queda el consuelo de saber quien soy, aunque cuando la tinta va cargada de odio hay que tener mucho cuidado para resistir el daño que intentan hacer las palabras.

viernes, 19 de julio de 2013

Gitano

Observaba muy de cerca a la mujer mientras le acariciaba suavemente el sexo, sus labios temblaban. Los movimientos de la boca acompañaban en un ritmo perfecto el balanceo de los dedos del hombre...
La miraba fijamente, como queriendo encontrar en aquel temblor su rostro mismo, su reflejo, la huella que dejaría en su memoria el recuerdo constante del momento preciso...
Acariciaba el sexo femenino con suavidad, intentando hacerle el menor daño posible a su conciencia, no dejándose llevar por arrebatos de furia ni determinados instintos.
Y la observaba sin perder un detalle de los cambios en la intensidad de sus gemidos, moviendo los hilos que dibujaban curvas en su espalda, temblor en su lengua...
La respiración femenina comenzó a agitarse y el hombre lo supo, separó con destreza los contornos de la vida e introdujo sus dedos en ella con la mayor seguridad posible, amortiguando con precisión el dolor que él mismo había proporcionado con gestos inevitables.
Y la mujer se derramó en su mano, mientras la barba masculina le arañaba el cuello y el pelo largo del hombre ocultaba su rostro, a medida que el placer se acrecentaba y el gitano le mordía la cara, los ojos y la boca...

miércoles, 17 de julio de 2013

A borbotones.

El dolor de ovarios resulta insoportable cada vez que te pienso.
A borbotones explotan las hormonas con el simple recuerdo de tu barba hiriendo la cara interna del muslo...
Y el cerebro se instala en el sexo, dejando fluir un manantial de vida con el que me lleno las manos y te escupo en la cara.
A borbotones araño el suelo con las uñas y exploro la tierra a la que un día llegaré, clamando a gritos tus labios.
A borbotones cae tu saliva en mi boca, y bebo de ti calmando mi sed, a borbotones...
La humedad que hoy me sobra servirá para vestir en un futuro tu castigo, para poder escribir la historia de mi cuerpo entre tus manos, desnudándose para que nada te estorbe...
Cuando decidas matarme
Cuando tu compromiso se encuentre entre mis piernas...
Liberando mi dolor, a borbotones...

lunes, 11 de marzo de 2013

La amante.

Apuraba despacio el cigarrillo a la vez que bebía pequeños sorbos de whisky.
Respiraba tranquilo y en cada inspiración miraba fijamente a la joven sentada sobre la cama con las manos firmes apoyadas en las rodillas.
La última luz del día se colaba por los pequeños orificios de las persianas y tímidamente se posaba sobre la cama deshecha, terminaba por reflejarse en el rostro de ella, que inquieta, se mordía el labio inferior.
Era hermosa y joven, debía tener unos dieciséis años, pensó, y estaba allí, en aquella habitación de hotel a la que la había llevado su curiosidad infantil, su precoz curiosidad.
Fuera, el sonido de la gente que abarrotaba las calles se confundía con el de los coches que pasaban a escasos metros de la habitación. De vez en cuando alguien se paraba cerca de la ventana y gritaba algo, la chica miraba sobresaltada hacia ese lado y luego volvía a fijar la mirada en el suelo sucio y gris.
El hombre disfrutaba el cigarrillo jugueteando con los hielos casi deshechos del whisky.
La miraba sin que ella pudiera ser consciente del deseo que le provocaba hacerlo. La estudiaba de dentro a fuera queriendo descubrir en su interior una razón, un motivo de aquel juego peligroso que los había llevado allí.
Lucía la joven una falda plisada que dejaba sus rodillas desnudas, una camisa colegiala que anunciaba sus pezones en relieve sobre la fina tela, exigiendo la caricia. Él, contemplaba aquel manantial de vida como el que contempla un oasis en el desierto, pensativo, relajado, dulcemente embriagado por la tenue luz de la habitación y la belleza de la niña.
Dejó caer la colilla sobre el suelo y se acercó a ella, tomó su rostro con la mano derecha y lo elevó lo suficiente como para que lo mirase a los ojos, pasó el dedo pulgar pos sus labios cálidos y dulces, como sólo pueden ser los de una niña llena de curiosidad, sin temor a la iniciación.
Le ofreció ella una sonrisa amplia y todo cuanto se movió en su interior le hicieron arrodillare a su lado, agarrarle las manos, besarla.
Hundió la cabeza entre sus piernas, levantando la falda hasta sentir el calor de la carne joven, la tersura de la piel que aún no había despertado a la vida, la cercanía del sexo, el contorno de las formas.
Se quedó parado un instante y volvió a mirarla, seguía sonriendo del mismo modo pueril e inocente, pero en sus ojos oscuros el hombre adivinó la entrega, el juego, la realidad absurda que hacía no poder desafiarla frente a frente durante mucho tiempo, deseo en los ojos de la niña, seguridad.
Tomándola por la cintura la recostó suavemente sobre la cama, acomodándola como si fuese un animal herido y retiró con el mismo tacto su ropa interior. El blanco de la ropa íntima contrastaba con la oscuridad de sus actos, con lo prohibido del sexo desprovisto de abrigo, con la poca luz que por entonces adornaba la habitación.
Sintió el leve roce del vello púbico en sus labios a la vez que acariciaba la carne siendo inevitable hundir la boca en el sexo, seguir el instinto, hacer.
Oyó gemir a la niña y en su afán de proporcionarle placer multiplicó cada contracción de su vientre, delimitó arcos en su espalda, naufragó en manantiales de fluidos nuevos que fueron dando paso a su propio placer.
Se incorporó ella, tomándolo por el rostro le invito a sentarse a su lado, desabrochó uno a uno los botones de la camisa mientras él la miraba fijamente. El vello oscuro cubría casi la totalidad del pecho masculino y pasó suavemente sus dedos por encima. Besó la piel surcando con la lengua los pezones del varón, mordiendo su contorno mientras oía acelerarse su respiración.
El hombre acercó la mano de la joven hasta el sexo y separando los botones del pantalón la colocó encima. Al contacto con el miembro erecto la niña volvió a posar sus ojos en él. Acarició el sexo mientras observaba el efecto en su rostro, la tersura de la piel, la dureza de lo desconocido, la calidez de las formas, el contorno de la vida y la vida misma.
Apenas llegaban sonidos del exterior cuando la joven se sentó sobre el hombre. No quedaba luz en la habitación cuando él rodeó la cintura con sus brazos.
Quizá se mantenía el murmullo en las calles, pero ninguno era consciente de su existencia.

lunes, 21 de enero de 2013

A tres metros.

Sentada en el borde de la cama te observo recostado sobre el marco de la puerta, a tres metros de mi. Sólo tres metros separan tu necesidad de mis ganas, tres malditos metros distancian nuestros cuerpo unidos irremediablemente por el calor que desprende la habitación a oscuras, y las velas, no dejan de bailar sobre tus pupilas que brillan dándole resplandor a todo, a todo cuanto te ha traído aquí, a instalarte en el marco de la puerta.
Sé lo que buscas y cómo lo necesitas, lo sé, he soñado contigo en ocasiones...
Me gusta jugar con el collar de perlas atado a mi cuello, dejando que cada una de sus cuentas resbale por la piel hasta rozar cruelmente mis piernas, que se abren generosamente para ti, y tu visión, ahora mas selectiva, se centra en un solo lugar, mi sexo.
El calor que desprende tu cuerpo a tres metros de distancia inunda mis ganas de ti y la humedad se hace presente resbalando por la piel, inevitable llevarse las manos al sexo, echar la cabeza hacia atrás, jadear un instante y mirarte.
Tu mirada se torna desafiante, desprendiendo con cada gota de odio más y más humedad sobre mi sexo, y me toco, y me sigues tocando a distancia.
Me gusta verte así, enervar tu masculinidad jugando con la parte más peligrosa de tu anatomía, tu mente. Me gusta ver que comienza a molestarte el nudo de la corbata y pierdes el control.
Y me levanto, y me acerco, y te beso en los labios pasando mis dedos húmedos por tu boca.
Y recojo mi bolso, y me marcho.
Y la humedad permanece en la distancia...

jueves, 17 de enero de 2013

Quimera

En el momento de despojarme de todo envoltorio carnal te pido que seas inmisericorde. Que ahogues mi último soplo de aliento en tu saliva sin temor al dolor físico que nos acompañará en adelante. Déjame odiarse, déjame que el último resquicio de fuerza que me quede sea para soñarte un instante. No tengas piedad, mantén despierto mi celo constante, mantén tus ojos clavados en mi mientras me ahogo en tu humedad asfixiante.

martes, 15 de enero de 2013

Dolor placentero

He deseado que me hicieras el amor con una brutalidad tan absoluta que recordase tus dedos al día siguiente con cada movimiento.
He sentido tus manos alrededor de mi cuello y he jadeado con su sola visión.
He bajado a los infiernos y me he arrastrado a tus pies, cubierta del fango que tú has convertido en mi sustento.
He soñado, he luchado y he perdido las batallas más oscuras junto a tu masculinidad.
He naufragado y sobrevivido sin ti, y en cada uno de los rincones desde los que mi piel reclama tus manos te he buscado.
Te he deseado y odiado al mismo tiempo porque no sé hacer las cosas de otro modo, porque no me importa nada ni nadie, porque quiero sentir la presión de tus caderas en mi contorno.
Porque son tus dedos los que me producen el dolor más placentero jamás imaginable.
Porque quiero llorar y reír mientras la gente se pregunta por qué.
porque no quiero dejar de soñar que puedes existir, y prefiero imaginarte un instante, que vivir toda una eternidad sin haberte sentido...