sábado, 12 de agosto de 2017

A caballo.

Pasó la mayor parte de su vida cabalgando entre el pico de una aguja y el borde de una botella, en cuyo fondo, podía adivinarse la fecha de su muerte en el mismo momento en que su padre la descorchó para celebrar su nacimiento. Hizo méritos para que nadie quitase de su biografía los cien años que supo añadirle a su físico cumplidos los cuarenta. Llegó tan alto cuesta abajo que naufragó de cabeza, como un río de ácido donde se descompone en cursiva la caligrafía inclinada de una esquela. Y fue ahí, al borde de la autodestrucción, cuando su cerebro estuvo en condiciones de producir los pensamientos más sublimes, dando los resultados más sorprendentes.
Un día se miró al espejo y fue incapaz de reconocer su propio cadaver. Fue entonces cuando tomó la decisión de apearse de aquel caballo por el que nadie hubiera apostado sin tener con anterioridad la certeza de que ganaría el que menos tiempo tardase en caer o más en levantarse.
Sí, Julián decidió salir de la montaña rusa que lo había mantenido durante veinte años sujeto a la implacable geometría de la rutina. Una rutina tan colocada que sólo se ponía de pie para asegurarse el placer que conlleva caer en otra postura. Tan vacía que hasta el sol hubiera agonizado como cera necrológica en el certero y desordenado camino hacia su propio funeral, dejando a su paso desprovistas de ángeles las columnas que sostenían el sudario con el que nació.
Después de casi dos años limpio Julián terminó un buen día en la planta de medicina interna de un hospital cualquiera, aquejado de un color amarillento que insinuaba que aquel hígado no estaba funcionando como debería. 
Comenzaron las pruebas que soportó estoicamente siempre con una sonrisa, comenzaron los quebraderos de cabeza por parte de los médicos intentando averiguar qué ocurría y comenzó el peregrinar de los familiares...
Una noche, cuando todavía no se había cumplido una semana de su ingreso, Julián se sintió mal. Un fuerte dolor en el pecho llevó al médico de guardia a hacer una analítica de urgencia, donde el bajo nivel de hemoglobina dictaminó que Julián debía de ser transfundido de inmediato.
Se pidió sangre a laboratorio a las cuatro de la mañana y se preparó en el momento, pero quedó sobre una de las mesas sin que el celador, que a esa hora estaba atendiendo otra petición, recordase que debía de subirla al volver. A las seis de la madrugada Julián había empeorado y la sangre fue requerida nuevamente, sin que alguno de los celadores tuvieran tiempo de subirla o se mandase a alguna auxiliar de enfermería a por ella. Algo después, el internista de guardia llamó por teléfono a la jefa de UCI para que subiera a ver a Julián, argumentando que, según su criterio, necesitaba ser bajado a UCI porque su situación era crítica y estaba empeorando muy rápido. Ella que en ese momento tenía otro ingreso, se excusó dictaminando que en primer lugar no veía al paciente para la UCI y, en segundo, que aunque lo bajase, no podría estar pendiente de él porque estaba controlando otra urgencia y dos cosas a la vez no era capaz de hacer. 
A las ocho menos cuarto se volvió a llamar a laboratorio. La respuesta del celador que atendió el teléfono fue que estaba en el cambio de turno y que él no iba a llevar la sangre, que la subiera el que tenía que entrar en su lugar....
Cuando al fin llegó la sangre a medicina interna y se dispuso a preparar al paciente para ser transfundido éste se había levantado de la cama sintiéndose mal, cayendo al suelo en el intento con una parada cardiorespiratoria.
Todo se aceleró de inmediato y, siete médicos, incluida la internista de UCI, comenzaron una lucha a muerte por devolver a Julián a la vida. Casi una hora de reanimación cardiaca, donde tres médicos se turnaban para darlo todo, una vía femoral por donde la sangre comenzó a entrar a chorros en un cuerpo que ya no la necesitaba y un corazon parado fue todo cuanto quedó de aquel presagio...
Sí, así fue cómo Julián cabalgó por última vez a lomos de otro error de tantos que habían configurado su vida. Fue así como se marchó mirando al techo mientras aquellos ojos azules deslizaban sus pasos sobre las pisadas de un cadáver y los restos de la batalla quedaban esparcidos por la habitación, incluidos los médicos. Como si el hospital que pudo salvarlo hubiera abierto sus puertas cuatro horas más tarde a kilómetros de allí. Como si al nacer, hubieran tenido que bautizado con los óleos de la extremaunción.