jueves, 29 de noviembre de 2012

África





La caoba suele manifestar tensiones internas aunque su tallado y curvado son fáciles de trabajar con las manos.
De grano generalmente recto y libre de huecos y bolsillos, tiene un color rojizo-marrón que se oscurece con el tiempo, mostrando un brillo rojizo cuando está pulido.
                                                                                     

Siempre me gustó pasar las yemas de los dedos por ella, dibujar castillos imaginarios sobre su superficie polvorienta y sufrida en años; juegos infantiles que han dejado paso a la imaginación actual donde siempre formó parte, como cómplice mudo, de  lamentos y lagrimas, fantasías y demonios, bajos instintos.
Una mesa elegante se antoja competa repleta de libros, periódicos y sobres, cuyo orden de cosas no exige la obsesión extrema, sí la cantidad precisa para poder tirarlos todos al suelo si la ocasión lo requiere.
Acompaña a la mesa un confortable sillón que completa la escena, dibujando una panorámica justa y suficiente para hacer volar los sentidos y que la habitación pierda sobriedad, ganando en temperatura.
Y es entonces cuando apareces junto al olor penetrante de libros, humedad y caoba, como en un ritual africano repleto de tambores y fuego, de danzas zulúes y noche, de tierra húmeda y madera mojada.
Me gusta sentir el calor de tu cuerpo a través de la superficie de la madera. Oírte tragar saliva y arquear mi espalda con cada expiración exponerme para ti, sucia, serena, repleta de perversiones.
¿Sentirá la caoba el frio de su superficie contra la piel?
Madera y tierra, gemidos, sudor, dolor, placeres, necesidad y pecado.
África abre las puertas de las que salieron sus hijos hace miles de años. Mezcla de sangre derramada y almizcle se desprenden de los barnices de la caoba, y la danza comienza, en un juego de posesión infernal que araña el alma por dentro y por fuera.
Tus dedos se abren paso a través de un manantial espeso de dolor ajeno, tan propio, tan tuyo, tan irremediablemente absurdo.
Y me tocas, y te siento, y con ello suplico que no te apartes de mí. Puedo suplicar y pedir de rodillas que no dejen de sonar los tambores mientras me torturan tus dedos tranquilos, serenos, inmisericordes.
Mi cuerpo se acopla a la superficie de la mesa, el tuyo se acopla en el mio mientras danzamos, mientras perdemos la razón y se nos va la vida encima de la mesa. Derramando almizcle y sangre, sudor africano y carne.
¿Oyes los tambores?
Te suplico que no dejen de sonar…