La caoba
suele manifestar tensiones internas aunque su tallado y curvado son fáciles de
trabajar con las manos.
De grano
generalmente recto y libre de huecos y bolsillos, tiene un color rojizo-marrón
que se oscurece con el tiempo, mostrando un brillo rojizo cuando está pulido.
Siempre me
gustó pasar las yemas de los dedos por ella, dibujar castillos imaginarios
sobre su superficie polvorienta y sufrida en años; juegos infantiles que han
dejado paso a la imaginación actual donde siempre formó parte, como cómplice
mudo, de lamentos y lagrimas, fantasías
y demonios, bajos instintos.
Una mesa
elegante se antoja competa repleta de libros, periódicos y sobres, cuyo orden
de cosas no exige la obsesión extrema, sí la cantidad precisa para poder
tirarlos todos al suelo si la ocasión lo requiere.
Acompaña a
la mesa un confortable sillón que completa la escena, dibujando una panorámica
justa y suficiente para hacer volar los sentidos y que la habitación pierda
sobriedad, ganando en temperatura.
Y es
entonces cuando apareces junto al olor penetrante de libros, humedad y caoba,
como en un ritual africano repleto de tambores y fuego, de danzas zulúes y
noche, de tierra húmeda y madera mojada.
Me gusta
sentir el calor de tu cuerpo a través de la superficie de la madera. Oírte
tragar saliva y arquear mi espalda con cada expiración exponerme para ti, sucia,
serena, repleta de perversiones.
¿Sentirá la
caoba el frio de su superficie contra la piel?
Madera y
tierra, gemidos, sudor, dolor, placeres, necesidad y pecado.
África abre
las puertas de las que salieron sus hijos hace miles de años. Mezcla de sangre
derramada y almizcle se desprenden de los barnices de la caoba, y la danza
comienza, en un juego de posesión infernal que araña el alma por dentro y por
fuera.
Tus dedos se
abren paso a través de un manantial espeso de dolor ajeno, tan propio, tan
tuyo, tan irremediablemente absurdo.
Y me tocas,
y te siento, y con ello suplico que no te apartes de mí. Puedo suplicar y pedir
de rodillas que no dejen de sonar los tambores mientras me torturan tus dedos
tranquilos, serenos, inmisericordes.
Mi cuerpo se
acopla a la superficie de la mesa, el tuyo se acopla en el mio mientras
danzamos, mientras perdemos la razón y se nos va la vida encima de la mesa. Derramando
almizcle y sangre, sudor africano y carne.
¿Oyes los
tambores?
Te suplico
que no dejen de sonar…