viernes, 28 de abril de 2017

Mientras que la sombra de la muerte los una.

Cuando Dolores Sarmiento conoció a Luis imaginó que éste terminaría por deformar sus labios a base de besos, sin pararse a sospechar siquiera que sería con los puños, y no con la boca, con los que el fulano la mandaría a cuidados intensivos embarazada de ocho meses tres años más tarde.
Sí, Luis se parecía mucho al tipo que todos decían que no le convenía. Esa clase de hombre capaz de rezar con un cigarro entre los labios o cargar un arma con las cuentas de madera de un rosario. Luis era de esa clase de fulanos que a las mujeres les resulta atractivo por tener sangre en las manos, cicatrices en la recámara y sudor en la mirada. Hombres rudos que al abofetear hacen temblar las piernas y la cama, la razón y el remordimiento. Tipos que escupen en el suelo y salen de tu vida sin dejar una mancha en la cama que no hayan dejado antes en el corazón.
Y la Sarmiento se enamoró de aquel tipo que cacheaba su cuerpo con solo rozarla al pasar y hacía sangrar sus labios al besarla, como si además de veneno, llevase también en la sangre esa facilidad que tienen los de su clase para ayudar a una mujer haciéndole daño, cada vez que salía de la casa y de su vida, haciéndola creer que lo perdía para siempre.
Cuando Dolores Sarmiento conoció a Luis pensó que si algún día les fallaba el amor, él se habría encargado con anterioridad de hacer que ella, a base de golpes, hubiera perdido también la cabeza y la memoria. Y Luis, convencido de que al no sentir remordimiento alguno Dios mantendría ocultos la responsabilidad y la culpa, dejó que ella creyera que era el hombre que le convenía, el que podría ofrecerle calma epidural cuando en sus rostros, la huella de los años, hubiese demacrado lentamente y por escrito la sombra de la vejez.
Y la Sarmiento se vistió de limpio para recorrer aquel domingo de mayo los pasos que la distanciaban de la eucaristía, e hizo su mejor interpretación echando mano de los recuerdos acumulados en la memoria a base de los golpes que recibió de su padre y de la vida. Porque nadie como ella sabía que en el corazón de las personas sólo dura eternamente el recuerdo de las cosas que por suerte acaban mal. Porque nadie como ella era consciente de que si algo une a una pareja por encima del amor es el miedo, que hace metástasis en la piel a medida que avanzan los golpes y disminuyen los sueños.  Como un tumor de madera. Mientras que la sombra de la muerte los una.

domingo, 23 de abril de 2017

Metralla en la mirada.

Lo conocí en uno de esos bares en los que hacen metástasis los esputos del barman sobre la tapicería de madera entre colillas y gente. Uno de esos lugares donde las moscas se calientan en los ceniceros y el sudor se seca en las paredes. Un bar donde acuden borrachos de casa los hombres creyendo que el único camino hacia el olvido se encuentra en el filo de un vaso manchado de carmín o en el escote sudado de una mujer madura en cuyo rostro pudo haber firmado dios su esquela.
Nos miramos. Fue uno de esos segundos eternos donde comprendí que no necesitaba un hombre que me diera seguridad llenando la nevera, sino aquel al que no le importase ocultar mis bragas húmedas en el bolsillo interno de su chaqueta ante cualquier señal de alarma y supiera vaciar mis ovarios. Que no me merecía un marido discreto, sino un tipo al que seguir por la noche y desnudar en cualquier esquina antes de que lo hiciera la policía para leerle sus derechos.
Nos miramos durante uno de esos segundos eternos donde alcancé a adivinar metralla en sus mirada, cadáveres en su memoria y tinta en sus manos.Donde, sin tener nada en común, ambos comprendimos rápidamente que formábamos parte de la misma historia, drama y geografía.
Era un tipo tranquilo que se había pasado cultivando literatura los mismos años que yo acumulando antecedentes. Un tipo de esos a los que una mancha de carmín en la camisa sólo le hubiera servido como coartada delante de un cura. Un fulano que añoraba de tal forma el silencio que temí decir su nombre en voz alta por si con ello cometía el error de olvidarlo. 
Bailamos lo que vomitaba aquel altavoz maltrecho al que el humo del tabaco y la humedad del ambiente le habían causado cáncer en las bisagras. Bailamos durante largo rato sin decirnos nada, seguros de que si por un instante dejábamos de abrazarnos desaparecería la imagen que cada uno tenía del otro, desaparecerían el bar y las moscas y sólo quedarían páginas en blanco manchadas de literatura. 
Al terminar la música él se apartó haciendo amago de un gesto inacabado, cogió el libro que había dejado sobre la mesa y colocándolo bajo el brazo encaminó sus pasos hacia la calle sin mirar atrás.
Volví a aquel antro durante mucho tiempo con la esperanza de volverle a ver, aunque las únicas que me recibían una y otra vez eran las moscas que apuraban el calor que conservaban los ceniceros.
Dicen que aquel hombre bajó la calle sonriendo mientras sus huellas se iban desvaneciendo en el aire.  Sólo me queda el recuerdo que la cicatriz de su cuerpo dejó en el mío.
Nunca volví a saber de él. Tampoco volví a saber de mí.