domingo, 23 de abril de 2017

Metralla en la mirada.

Lo conocí en uno de esos bares en los que hacen metástasis los esputos del barman sobre la tapicería de madera entre colillas y gente. Uno de esos lugares donde las moscas se calientan en los ceniceros y el sudor se seca en las paredes. Un bar donde acuden borrachos de casa los hombres creyendo que el único camino hacia el olvido se encuentra en el filo de un vaso manchado de carmín o en el escote sudado de una mujer madura en cuyo rostro pudo haber firmado dios su esquela.
Nos miramos. Fue uno de esos segundos eternos donde comprendí que no necesitaba un hombre que me diera seguridad llenando la nevera, sino aquel al que no le importase ocultar mis bragas húmedas en el bolsillo interno de su chaqueta ante cualquier señal de alarma y supiera vaciar mis ovarios. Que no me merecía un marido discreto, sino un tipo al que seguir por la noche y desnudar en cualquier esquina antes de que lo hiciera la policía para leerle sus derechos.
Nos miramos durante uno de esos segundos eternos donde alcancé a adivinar metralla en sus mirada, cadáveres en su memoria y tinta en sus manos.Donde, sin tener nada en común, ambos comprendimos rápidamente que formábamos parte de la misma historia, drama y geografía.
Era un tipo tranquilo que se había pasado cultivando literatura los mismos años que yo acumulando antecedentes. Un tipo de esos a los que una mancha de carmín en la camisa sólo le hubiera servido como coartada delante de un cura. Un fulano que añoraba de tal forma el silencio que temí decir su nombre en voz alta por si con ello cometía el error de olvidarlo. 
Bailamos lo que vomitaba aquel altavoz maltrecho al que el humo del tabaco y la humedad del ambiente le habían causado cáncer en las bisagras. Bailamos durante largo rato sin decirnos nada, seguros de que si por un instante dejábamos de abrazarnos desaparecería la imagen que cada uno tenía del otro, desaparecerían el bar y las moscas y sólo quedarían páginas en blanco manchadas de literatura. 
Al terminar la música él se apartó haciendo amago de un gesto inacabado, cogió el libro que había dejado sobre la mesa y colocándolo bajo el brazo encaminó sus pasos hacia la calle sin mirar atrás.
Volví a aquel antro durante mucho tiempo con la esperanza de volverle a ver, aunque las únicas que me recibían una y otra vez eran las moscas que apuraban el calor que conservaban los ceniceros.
Dicen que aquel hombre bajó la calle sonriendo mientras sus huellas se iban desvaneciendo en el aire.  Sólo me queda el recuerdo que la cicatriz de su cuerpo dejó en el mío.
Nunca volví a saber de él. Tampoco volví a saber de mí.