Apuraba despacio el cigarrillo a la vez que bebía pequeños sorbos de whisky.
Respiraba tranquilo y en cada inspiración miraba fijamente a la joven sentada sobre la cama con las manos firmes apoyadas en las rodillas.
La última luz del día se colaba por los pequeños orificios de las persianas y tímidamente se posaba sobre la cama deshecha, terminaba por reflejarse en el rostro de ella, que inquieta, se mordía el labio inferior.
Era hermosa y joven, debía tener unos dieciséis años, pensó, y estaba allí, en aquella habitación de hotel a la que la había llevado su curiosidad infantil, su precoz curiosidad.
Fuera, el sonido de la gente que abarrotaba las calles se confundía con el de los coches que pasaban a escasos metros de la habitación. De vez en cuando alguien se paraba cerca de la ventana y gritaba algo, la chica miraba sobresaltada hacia ese lado y luego volvía a fijar la mirada en el suelo sucio y gris.
El hombre disfrutaba el cigarrillo jugueteando con los hielos casi deshechos del whisky.
La miraba sin que ella pudiera ser consciente del deseo que le provocaba hacerlo. La estudiaba de dentro a fuera queriendo descubrir en su interior una razón, un motivo de aquel juego peligroso que los había llevado allí.
Lucía la joven una falda plisada que dejaba sus rodillas desnudas, una camisa colegiala que anunciaba sus pezones en relieve sobre la fina tela, exigiendo la caricia. Él, contemplaba aquel manantial de vida como el que contempla un oasis en el desierto, pensativo, relajado, dulcemente embriagado por la tenue luz de la habitación y la belleza de la niña.
Dejó caer la colilla sobre el suelo y se acercó a ella, tomó su rostro con la mano derecha y lo elevó lo suficiente como para que lo mirase a los ojos, pasó el dedo pulgar pos sus labios cálidos y dulces, como sólo pueden ser los de una niña llena de curiosidad, sin temor a la iniciación.
Le ofreció ella una sonrisa amplia y todo cuanto se movió en su interior le hicieron arrodillare a su lado, agarrarle las manos, besarla.
Hundió la cabeza entre sus piernas, levantando la falda hasta sentir el calor de la carne joven, la tersura de la piel que aún no había despertado a la vida, la cercanía del sexo, el contorno de las formas.
Se quedó parado un instante y volvió a mirarla, seguía sonriendo del mismo modo pueril e inocente, pero en sus ojos oscuros el hombre adivinó la entrega, el juego, la realidad absurda que hacía no poder desafiarla frente a frente durante mucho tiempo, deseo en los ojos de la niña, seguridad.
Tomándola por la cintura la recostó suavemente sobre la cama, acomodándola como si fuese un animal herido y retiró con el mismo tacto su ropa interior. El blanco de la ropa íntima contrastaba con la oscuridad de sus actos, con lo prohibido del sexo desprovisto de abrigo, con la poca luz que por entonces adornaba la habitación.
Sintió el leve roce del vello púbico en sus labios a la vez que acariciaba la carne siendo inevitable hundir la boca en el sexo, seguir el instinto, hacer.
Oyó gemir a la niña y en su afán de proporcionarle placer multiplicó cada contracción de su vientre, delimitó arcos en su espalda, naufragó en manantiales de fluidos nuevos que fueron dando paso a su propio placer.
Se incorporó ella, tomándolo por el rostro le invito a sentarse a su lado, desabrochó uno a uno los botones de la camisa mientras él la miraba fijamente. El vello oscuro cubría casi la totalidad del pecho masculino y pasó suavemente sus dedos por encima. Besó la piel surcando con la lengua los pezones del varón, mordiendo su contorno mientras oía acelerarse su respiración.
El hombre acercó la mano de la joven hasta el sexo y separando los botones del pantalón la colocó encima. Al contacto con el miembro erecto la niña volvió a posar sus ojos en él. Acarició el sexo mientras observaba el efecto en su rostro, la tersura de la piel, la dureza de lo desconocido, la calidez de las formas, el contorno de la vida y la vida misma.
Apenas llegaban sonidos del exterior cuando la joven se sentó sobre el hombre. No quedaba luz en la habitación cuando él rodeó la cintura con sus brazos.
Quizá se mantenía el murmullo en las calles, pero ninguno era consciente de su existencia.