Leía despacio, buscando ávidamente el renglón que la hiciera vibrar para subrayar palabras que luego unía completando conexiones inexistentes. Utilizaba la memoria reciente dividida en dos hemisferios idénticos, que al intercambiar información provocaban el placer que había aprendido a proporcionarse. Imaginaba en la piel las sensaciones que experimentaban los protagonistas, sintiendo a través de ellos mediante el recuerdo de escenas, que autocompletaba con palabras destacadas por colores llamativos.
Así comenzó todo un día cualquiera con un libro entre las manos. Así descubrió a Jaime y se descubrió a través de él mediante el deseo reprimido que el último hombre honrado sentía por Adela. Así comprendió que las puertas deben dejarse entreabiertas porque el crujir de unas enaguas puede provocar la misma perturbación en un hombre que en el sexo de la persona que lee el libro.
Aquel fue el detonante que confirmo su locura y provocó el primer dolor de ovarios. Dolor que se acentuaba cada vez que el calor emanaba de aquel cuerpo joven cercano al maestro y se instalaba en su cabeza, trasladando los latidos del corazón del hombre a la garganta, piel y caderas, dejando marcado un sexo que reaccionaba húmedo, tumefacto y caliente.
Fue entonces cuando conoció los silencios insoportables y la sensualidad de una realidad alterada por el suave aroma del agua de rosas. Las burlas de la mujer ante el temblor de la honradez y falta de valor, el esfuerzo del hombre por mantener la mente en blanco y el deseo cobarde transformado en resignación.
Era indudablemente una historia creada para vivir, que supo llevar a su terreno convirtiendo el tormento de Jaime en suyo propio, en dolor, en señales colocadas de forma adecuada sobre un sustrato que comenzaba a conocer, a disfrutar del poder que le ofrecían las palabras subrayadas, las ideas acumuladas en aquella memoria reciente. Una historia de principios, falta de valor, engaños y celos. Un hombre al que desear por su honradez y odiar por su capacidad en hacer justo lo contrario a lo que sentía. Una dulce contradicción. Una mujer a la que envidiar por conseguir aquel efecto en el hombre y un dolor que podía mantenerse horas gracias a ella, a él, al autor, a la lucha interior que todo aquello provocaba en ella, haciéndola en ocasiones temer que el corazón subiera hasta la garganta saltando de allí al exterior, provocando más humedad en la cabeza que en el propio sexo, controlándola a medida que se intensificaba el dolor, disfrutándolo en pequeñas dosis.
Aquella era la historia de un hombre que aconsejaba pisotear virtudes de honestas madres de familia pero temía romper cremalleras guiado por ese primitivo instinto que controlaba a la perfección. De un hombre vencido por la edad que soñaba con cometer actos violentos, y de una lectora que pedía a gritos que dejase a un lado aquella puta honradez y la tomase a la fuerza, entre estocada y sudor, entre deseo y odio...
Aquella era una historia escrita para ella. Una historia para reconocerse en lo más íntimo, para despertar desde la forma más primitiva de sustrato y descubrir que el dolor puede proporciona un placer inexplicable.
Así comenzó todo un día cualquiera con un libro entre las manos, y el placer de aquel juego extendió la costumbre a otros libros, sin olvidar en ningún momento que todo comenzó de la mano del último hombre honrado.