sábado, 4 de enero de 2014

El regalo.

Una vez fui un regalo. En mi profesión ser un regalo consiste básicamente en trabajar para madres primerizas en su casa y por la noche, a cargo de los bebés que han dado a luz para que tanto ellas, como el padre y resto de la familia no note que han cambiado las cosas, no alteren su rutina habitual.
Así me presentaron en sociedad delante de una Sevilla selecta y adinerada: "Se llama Fátima y es el regalo que le he hecho a mi hija por su doble maternidad" y allí me encontraba yo, delante de miradas inquisidoras y arrogantes que me examinaban de arriba a abajo...
Como auxiliar de enfermería tenía que ir completamente uniformada, y en un horario de nueve de la noche a nueve de la mañana hacerme cargo de Carlota y Fernando. A partir de ese horario yo me encargaría exclusivamente de los bebés, lo que incluía baño, biberones y sueño, para que la familia pudiera descansar.
El día que llegué a aquel lujoso palacio me esperaban sentados a la mesa los abuelos paternos, los padres de los niños y ellos, a veinticuatro horas de su llegada al mundo y recién salidos del hospital. Todo tenía que estar previsto y arreglado para que la primera noche en casa no se notase que Carla había dado a luz. Y así se habló y estipuló por adelantado.
Tendría mi propia habitación que compartiría con los niños, y libertad absoluta para hacer y deshacer durante mi horario de trabajo lo que quisiera, eso sí, siempre procurando que los nenes no molestasen durante la noche, para lo cual había recibido órdenes de manera anticipada.
Cuando los vi por primera vez no pude evitar sentir ternura, como gemelos que eran tenían poco peso pero eran tan bonitos que miré a los padres frente a frente y me pregunté cómo era posible.
Nos caímos bien desde el principio, Fernando era un niño tranquilo y Carlota se quejaba por cualquier cosa, pero los tres formábamos una especie de hermandad donde ellos comenzaron a familiarizarse con mi rostro y reír ante mis locuras. La cosa empeoraba más tarde, cuando después de las cenas familiares tenía que ponerles los batones de encaje y gorro a juego para exponerlos en el jardín ante la mirada curiosa de los invitados, presentándome impecablemente vestida y con ellos en los brazos. 
Era Agosto en Sevilla y solía tenerlos casi siempre desnudos y cómodos, pero si había invitados las órdenes eran muy concretas: batones de organza y encaje, gorro a juego y leotardos con patucos del mismo estilo. Recuerdo bien aquel circo estúpido donde los nenes no paraban de llorar mientras aquella sociedad exclusiva discutía sobre los parecidos familiares.
Fueron tres meses maravillosos en los que comenzaron a crecer y descubrir el mundo, mientras esa sociedad selecta colaboró aportando enormes bolsas de basura con ropa infantil usada de familiares y conocidos. A mi se me pagaban sesenta euros por noche.