Ella era una mujer menuda y frágil que caminaba por la casa pasando totalmente desapercibida, como una sombra, como una niña pequeña de sonrisa perfecta y ojos tristes. Tenía 32 años y era de Guatemala, él 64 y jordano.
Era un hombre grande de mirada inteligente y manos hábiles, que utilizaba mucho al expresarse, como queriendo taparte la boca con ellas porque de partida, nada de lo que opinaras le interesaba un carajo. Le habían servido un café acompañado de un plato donde había queso, huevos duros y tortitas. Comía pausadamente a la vez que hablaba, utilizaba las manos para comer y hablar, era complicado seguirle.
De vez en cuando junto a nosotros pasaba otra sombra, mucho más oscura y silenciosa, limpiándolo todo automáticamente, decidida y callada, como un robot filipino.
Cuando comenzó a hablar el patriarca de aquella mansión de telenovela puse todo el interés que la filipina era incapaz de robarme. Él estaba criado en la familia, en el cariño y el amor por la familia. Quería eso para sus hijos; respeto, amor, cariño, independencia, carácter, cultura, mano dura y valores.
La niña de ojos tristes sonreía a su lado cómplice y se tomaba de vez en cuando unos segundos para mirar el reloj impaciente, nerviosa.
El cabeza de familia continuó exponiendo que sus hijos eran príncipes y que él era primo directo de la reina Noor de Jordania. Quería una especie de nurse educadora, alguien que se hiciera cargo de los niños porque él se ponía muy nervioso cuando lloraban y no podía llevarlos, no sabía, no estaba acostumbrado a ejercer de padre pues todo lo había dejado siempre en manos de cuidadoras.
Quería educación, cultura, mano dura si hacía falta, horarios, costumbres y que alguien se hiciera cargo inmediatamente de ellos, porque su mujer, la niña de ojos tristes, salía ese mismo día para su país por motivos personales.
Daba gracias a Dios elevando las manos al cielo porque yo estuviera allí y fuera árabe, nadie como yo sabía de sus costumbres, y sobre todo y lo mas importante, de una educación y cariño familiar.
No quise reírme por educación, tampoco sabía si el hecho de sonreír siquiera le hubiera supuesto una ofensa a aquel hombre que creía en mi ciegamente sin conocerme todavía. A todo cuanto decía yo intentaba ponerle atención, aunque fue inevitable pensar en mis padres separados, en su mierda de cultura y en aquella frase de libro: "Vete a España con la niña que el varón no se lo voy a quitar yo a mi madre que es muy vieja, cuando mi madre falte será tuyo". Sí, yo era sin duda la especie de persona que aquel hombre necesitaba, porque había tenido una educación familiar exquisita.
Después de volver una y otra vez al tema familiar, su mujer, que no paraba de mirar el reloj, se disculpó diciendo que tenía que arreglar la maleta, que el avión salía a las tres e iba a perderlo.
Cuando nos quedamos solos bajó un poco más el tono de voz y me comentó que su mujer tampoco podía hacerse cargo de los príncipes, que tampoco sabía, que estaba criada en una cultura donde todo lo delegaban en las chicas que se encargaban de aquello, porque en Guatemala se cobraba una miseria, porque no se trataba de dinero, era costumbre, cariño y amor por el trabajo.
Tuve el valor de decirle que eso sería si se tenía dinero para pagarlo y su semblante cambió, se puso tenso y pude ver la imagen de la ofensa en su rostro. Volvió a decir que era costumbre, que no se trataba de dinero, que era la imagen de una familia, que su casa ahora era mi casa y él el proveedor de todas las comodidades, que aquella era mi casa, que podía disponer de ella como me viniera en gana y que no hablase de dinero, que lo ofendía, que ellos no pensaban así...
Dejó caer que me necesitaba las 24 horas del día, porque la filipina era eficiente, pero no daba cariño ni amor y los herederos necesitaban otra cosa, otro trato más íntimo y maternal ahora que su madre se iba de viaje. Le dije que las personas teníamos vidas, casas, familias y volvió a sentirse ofendido concluyendo que aquella era mi vida, su familia, su casa, su ambiente de paz y amor.
Cuando notó que yo no estaba muy convencida se levantó dispuesto a enseñarme la casa y le seguí amablemente. Muchos hombres en la puerta principal estaban arreglando todo aquello: la piscina había que hacerla más grande, el castillo donde jugaban los niños necesitaba más medidas de seguridad, las alarmas no eran suficientes, la puerta principal también era pequeña, etc...
Llegamos a una especie de sótano vestidor donde la niña de ojos tristes sacaba ropa y zapatos para rellenar diez maletas mientras los príncipes, que ya se habían despertado, dejaban sus respectivos biberones al sol y lloraban desconsolados suplicándole a la madre que no se marchase, el robot filipino doblaba y planchaba la ropa.
Durante la visita guiada continuó hablando de la unidad familiar, de su madre, de cómo los había criado a todos en el amor y el respeto, en el cariño. Llegamos a la piscina e insistió en que principalmente me necesitaba de noche, pero que yo podía dormir sin ningún problema porque los príncipes dormían y daban poco trabajo. Me pregunté entonces para qué coño me necesitaría...
No pude evitar pensar mal y verme reflejada en la piscina ejerciendo de consuelo para el sultán o practicando la prostitución. Pude verme regentando algún garito nocturno donde aquel hombre traía mujeres a España con promesas de un futuro maravilloso. No pude evitar imaginarle frecuentando mi habitación en las noches mientras consolaba a ambos príncipes enganchados cada uno en una teta.
Cuando llegó mi turno de palabra le dije que estaba en España y debía practicar nuestras costumbres. Intenté explicarle que aquí cuando alguien trabaja para otro alguien es por necesidad y siempre con la esperanza de llevar un jornal a su casa. Le dije que aquí la gente tenía hipotecas que pagar, hijos que mantener y despensas que llenar. Que no acostumbrábamos a trabajar por el amor a la familia y la devoción a un dueño. Que la única devoción que acostumbrábamos a practicar era la de cumplir con impuestos, bancos, facturas de teléfono, luz, agua, etc...
Él continuó explicando que el sueldo era pequeño, pero que la sonrisa de un niño y su educación eran el mejor pago que se podía obtener en la vida. Me faltó poco para decirle que cuando llegasen los recibos del banco vendría por uno de sus príncipes y lo dejaría en el banco como aval, pero nuevamente lo evité porque a aquellas alturas de la película nadie me quitaba de la cabeza que aquel jordano tenía que ser Yihadista.
Comencé a preguntarme cómo era posible que aquel hombre, que en teoría podía levantar un teléfono y tener cuanto quisiera, insistía tanto en agradarme y dibujarme un mundo maravilloso. Comencé a preguntarme cuántas cuidadoras de niños habían pasado por allí. Comencé a sentir un sudor frío recorrerme la espalda e intenté despedirme con la promesa de que le llamaría y le daría una respuesta.
Me invitó a quedarme y comer con ellos en un ambiente familiar que yo a esas horas ya detestaba, y me negué disculpándome porque tenía prisa. Volvió a elevar sus manos al cielo dándole gracias a Dios por haberme conocido y fue cuando intente explicarle que yo me había criado en España y no tenía ni puta idea de sus costumbres, pero no me dejó. Y así salí de allí, volviendo a pasar por un complicado sistema de seguridad y a cruzar por el campo privado de golf donde hombres de pelo blanco golpeaban con largos palos diminutas pelotitas.
Al día siguiente Karím me llamó cinco veces. Le dije que lo que él necesitaba no podía ofrecérselo yo porque también tenía una vida aunque la mía fuese una mierda. Le expliqué que podía llamar a agencias y seguir buscando, que por desgracia había gente muy necesitada y a buen seguro encontraría a alguien que pudiera dedicarle las 24 horas que requería por amor a su institución familiar, pero que aquel no era mi caso. Volvió a insistir en que su casa era mi casa y su comida la mía, que incluso podía tener allí mi propia habitación, y no pude evitar sentir un golpe de ternura por aquel hombre que creía que yo dormía debajo de un puente y me alimentaba buscando cada noche algo que llevarme a la boca en los contenedores de basura. Me reprochó que yo había llegado el día antes a su casa dando órdenes y no había entendido su postura. Le dije que me había criado en España y aquí las mujeres también teníamos opinión. Continuó hablando de amor y familia, de unión y respeto, de valores y mil cosas más que dejé de oír poco a poco a medida que exponía su descendencia, origen y títulos.
Cuando terminó de desahogarse me dijo que lo pensara bien y le diera una respuesta al día siguiente. Yo le comuniqué que hiciera lo mismo porque mis condiciones no eran negociables y me colgó el teléfono. Y allí quedaron el robot filipino y la niña de ojos triste preparando las maletas. Allí quedaron los príncipes cuyos biberones se habían preparado pero no había nadie que los obligase a tomar. Allí quedó el primo de la reina Noor de Jordania bajo el retrato de ésta presidiendo la entrada a la casa, y los obreros, y los mercedes en la puerta, y el campo de golf.
Allí quedó el patrimonio de un jordano ganado a golpes de amor hacia la familia.