jueves, 11 de mayo de 2017

La herida.

Llueve con intensidad. Un continuo goteo sobre los cristales de las ventanas la llenan de recuerdos. El viento impide que el agua, como el esqueleto de un velo, termine posándose en los restos que quedan de las cortinas. Los cristales de la galería, sucios de abandono, reflejan la imagen real y nítida de lo que años atrás fue un hermoso jardín. Nada como mirar a través de un cristal sucio para apreciar con claridad la belleza de las cosas.
Recuerda Dolores su infancia, mientras el reflejo de aquel espejo roto le devuelve la anatomía de una mujer mayor que ella, como si hubiera alcanzado la cima cuesta abajo, a ras del suelo y sobre sus propias heces, perdiendo la dignidad y el vértigo.
Recuerda a su madre que murió con veinte años más de los que tenía. La recuerda molida a golpes mientras en su cuerpo, las marcas de cada uno de ellos alcanzaban la consistencia palpitante de un fibroma en cuya naturaleza, hubiera conseguido hacer metástasis el paso del tiempo. Y aquel padre, un creyente aferrado a la Biblia. Rezando en la oscuridad de la noche a la vez que visitaba a tientas el dormitorio de su hija para comprobar qué pesaba más sobre su conciencia: la palabra de Dios o aquella pubertad imparable. Un hombre que sólo dejó huella en ella el día de su muerte...
No cesa la lluvia, ni siquiera el fuerte viento logra disipar de la cabeza de Dolores la idea que últimamente le domina el pensamiento. Entre tinieblas acaricia la mujer el vientre buscando la esferilodad de lo maternal, la obstetricia del recuerdo, el latido ahogado a golpes en el llanto de aquel hijo muerto. Encuentra valor en la semilla del hambre y los malos tratos para culminar su obra inacabada, a consecuencia del miedo, ese miedo acusador como el taladro de un vómito, como la dentellada del hambre y la miseria, que oscurecen las encías pudriendo la carne y la memoria.
Lo oye respirar tranquilo a su lado, relajado el hombre descansa sin ningún temor mientras el peligro de la herida lo acecha, tirado junto a ella como una medusa de trapo. 
Dolores lo observa muy de cerca buscando cualquier gesto que identifique el comienzo de la tragedia. Esperando, con la paciencia de un pecador y la certeza de un creyente, algún cambio en el rostro del hombre, que comienza a temblar levemente mientras su respiración se hace más distante y profunda, más agónica y liberadora. Abre él los ojos, la busca, ahogado en su propio miedo y sin merecer siquiera la extrema fotogenia del pánico, la misericordia del último instante. Extiende una mano implorando la ayuda que ella ya no puede ofrecerle, porque ha llegado a la conclusión de que una mujer puede vivir con la conciencia sucia, pero por lo general, sucumbe al cansancio.
Sale de aquella habitación cerrando la puerta tras de sí, enciende un cigarrillo y se sienta sobre uno de los escalones de la galería desde donde los cristales sucios le ofrecen la belleza del jardín. Todavía espera unos minutos antes de coger el móvil y marcar el 112.