He vuelto a la casa grande y, como anticipo, te diré que aquí el tiempo transcurre con la rutina y el sopor resultantes de asistir a una autopsia desde la butaca de un palco. Es, como si el viejo reloj de madera se hubiera quedado parado en otra época, y ahora, diese la hora en un idioma que únicamente entienden los muebles que se pudren alrededor, cargados de termitas.
Los platos de la cocina de María siguen esparcidos por el suelo, como si en el fervor de aquella huida, el sudor de la mujer se hubiera transformado en mármol menstrual, en cuya superficie, el ovárico recuerdo de una descamación tardía hubiera vuelto fértiles las plantas del jardín, las gallinas del corral y la imagen de nuestra señora.
Nada tiene que ver la vieja casa, querido Andrés, con la que doña Esperanza se afanó en transformar durante años en un hogar confortable, consiguiendo únicamente que cada uno de sus sobrinos la odiase con la misma intensidad y sutileza con la que ella solía guardar las apariencias en público.
Las ventanas, que han cedido a los años y al viento, dejaron correr la maleza que ahora se extiende por todo el zaguán haciendo bastante dificultoso el paso, y, los árboles del jardín, aprovecharon pequeñas grietas en las paredes para atravesar los muros, dándole a toda la estancia el triste y vomitivo sentido de aquello que ya sólo tiene valor como terreno baldío, donde, más que hogar, pareciese que se hubiera extinguido aquí la vida, el ruido y la especie.
¿Recuerdas cuando el doctor Romero concluyó que mis recuerdos infantiles eran provocados por "errores de falsa memoria"? Entonces, querido Andrés, no me hubiera importado perder mi reputación desafiando aquella estúpida teoría, porque ¿Cómo va a considerarse una broma del subconsciente deslizar yema de los dedos por la madera y volver a sentir a través de ella lo ocurrido en aquellos años? ¿Es acaso el recuerdo un error que rellena espacios en blanco si éstos no se verbalizan a los pies de un diván? Siempre fuí de la opinión de que el doctor apoyaba sus teorías en observaciones poco prácticas, donde su mano, tampoco se solía sustentar en lugares muy éticos, que le permitiesen ampliar sus conocimientos de un modo más objetivo y menos carnal...
Aún conserva la casa ese olor a madera y barniz que durante tanto tiempo he llevado en la maleta junto a una fotografía de tu infancia. Sí, aún mantiene esta maldita estancia el macabro olor a caoba de cuyo árbol debieron de colgar nuestros cadaveres, si alguno de nosotros hubiera tenido al menos el valor suficiente como para empuñar una cuerda en lugar de una aguja de punto de cruz.
Aún cierro los ojos y puedo rememorar nuestras risas infantiles desprovistas de toda maldad y obligación, de tristeza, dolor o recuerdos...
¿Has tenido alguna vez la sensación de llevar en la cabeza los recuerdos de otra cabeza? Pronto volveré a escribirte, Andrés. Prometo hacerlo cuando logre sacar de mi cabeza y de mi maleta aquella foto de tu infancia, el rosario con el que crecí, y, como buena creyente, una muda de ropa limpia y una biblia, donde lo único que no se transforme en tristeza sea la letra ilegible de mi ortografía inclinada.