El hombre pasó suavemente el dorso de la mano sobre la cara interna del muslo femenino, separando las piernas en un único gesto, pausado y tranquilo, casi firme.
Sentado al borde de la cama observaba con curiosidad infantil el contraste de la luz sobre el pecho; pezones y areolas comenzaban a erizarse en una mezcla de tumefacción y frío, de placer premonitorio.
Creyó que la mujer dormía, ella le regaló una sonrisa y le invitó a seguir.
La luz tenue difuminaba sombras sobre su ombligo, dibujando una oscuridad perfecta sobre la superficie plana del vientre. Depositó allí sus labios y besó el contorno, sintiendo el temblor que su gesto proporcionaba en la carne, recorriendo de lado a lado con la lengua el surco de sus caderas.
Mordió la carne y ella le agarró del pelo a modo de súplica, siguió lamiendo la piel temblorosa, húmeda, tersa. El temblor de la mujer le invitaba a seguir.
El hombre llegó con sus labios hasta el sexo y se quedó quieto, sereno, expectante. Ella arqueó la espalda e inspiró profundamente, por aquel entonces también su boca temblaba.
Pasó el dorso de la mano suavemente por el sexo femenino, descubriendo complacido la humedad de la que era responsable.
Satisfecho miró a la mujer, mientras ella volvía a arquear la espalda y cerrar los ojos...