Llovía como jamás había visto llover en la vida, y ella se tiraba en el suelo buscando el consuelo del frío mármol. Se levantaba y buscaba otro lugar donde tenderse, así una y otra vez...
El veterinario me había dicho por la tarde que todo el cuadro había empeorado y que francamente no tenía ni idea de cómo afrontar la situación. Yo acudí a él con la esperanza que da la profesión, los años de experiencia y conocimiento, pero terminé en casa con ella junto a una manta eléctrica e inyecciones que le tendría que administrar cada dos horas, poco más.
Él dijo que solían darse crisis así y que algunos perros también podían salir de ellas, yo la miraba a los ojos y sabía que él se equivocaba, porque jamás había visto cara a cara a la muerte y no había duda de que aquella era la imagen de lo previsible.
La acomodé junto con el calor aconsejado, pero ella no quería calor ni comodidad, sólo buscaba el consuelo del frío mármol mientras seguía lloviendo como jamás había llovido en la vida.
Pasaron las horas y empeoró, la lié en una manta y me presenté en su casa. Lo saqué de la cama y le administró otra inyección con poca amabilidad, le había despertado. Le insinué sutilmente algo que no la hiciera sufrir y me miró de mala manera, no entendía que pudiera proponerle aquello si me había dicho que había que esperar a ver cómo evolucionaba. Me reconfortó su reacción y volvimos a casa las dos, ella con la mirada perdida y yo con el miedo de aquello que sabía inevitable, la muerte.
Todo cuanto tenía que haber hecho era abrazarla, rodearla con mis brazos y esperar, pero no era ella quien me miraba fijamente, era otra realidad, otra certeza que me recorría la piel haciéndome temblar como sólo tiemblan los cobardes...
Así que la dejé en su cama, subí la escalera y me encerré en aquella habitación a esperar, a mitigar el temblor con un paquete de tabaco y a rezar a mi manera dejando pasar las horas en el reloj.
Fue una lucha interior a muerte. Por un lado me había apartado de la batalla mientras algo dentro me enseñaba realmente de qué estaba hecha. Por otro lado abría la puerta una y mil veces queriendo bajar, pero mis pies estaban atados al último peldaño de la escalera y volvía a refugiarme en la habitación.
No dejaba de llover cada vez más fuerte y por eso creo que Dios no podía oír mis súplicas, o quizás Dios tenía la perversa costumbre de hacer oído sordo a la plegaria de los cobardes.
No dormí, no tuve valor para bajar y esperé encerrada en aquella habitación a que alguien hiciera mi trabajo por la mañana, porque tampoco tuve huevos de ver su cadáver.
Once años a mi lado y no pude estar al suyo en el momento que más me necesitaba. Hoy me queda el consuelo de la conciencia y el recuerdo, factores que indudablemente actúan del mejor modo posible en este tipo de casos, recordándote a cada momento que en fondo fui una cobarde.
Nada mejor que llevar en el pecado la penitencia.