A aquellas alturas de la película yo estaba familiarizada con la casa y podía andar por allí a mis anchas, así que cerré la puerta y fui hasta el matadero guiada por la curiosidad.
Había dos tipos hablando con él sobre precios y descuentos, mirando con mala cara la calidad del material y comprobando, de primera mano, la mercancía.
Que yo estuviera allí los incómodo bastante, podía notarse en la forma en que miraban a Enrique y en cómo él les hacía señas de tranquilidad. Su cara era el fiel reflejo de "tranquilos, que aquí no pasa ná".
Mientras conversaban sin quitarme ojo de encima me dediqué a mirar las cajas que Enrique había preparado con el material en cuestión, e imaginé a mi madre, de haberme visto en aquel momento y lugar a buen seguro habría vuelto a cambiar el testamento.
Ella siempre me habría reprochado frecuentar lugares como aquel. Con su "parece mentira con la educación que te he dado" y "ocho años con monjas no te han servido de nada" o su mejor obra "llevas en la sangre lo peor de tu raza" se habría puesto las manos en la cabeza viéndome allí.
Mi madre jamás entendió que era precisamente por "aquella educación" por lo que ahora sentía la necesidad de comprobar, en primera persona, que el mundo estaba lleno de mierda, carente de significado y rebosante de maldad.
Yo me había criado con monjas, cierto, pero rodeada de niñas con padres inexistentes o, teniendo mucha suerte, ingresados en prisión. Que te obliguen a rezar tres veces al día o te enseñen a coser pañitos con estilos de puntos diferentes no significa que te hagan una persona. Lo mejor de aquellos años lo aprendí en el patio de recreo, no de la mano de una Biblia, ni mucho menos de una monja.
Y allí estaba, en una habitación clandestina con dos tipos de dudosa reputación y Enrique, el Dios supremo de todas las explicaciones posibles en lo que a animales podía referirse.
Reparé en una caja donde había colocado tres ratas viejas. A una le faltaba un ojo, otra era coja de una pata trasera y la tercera no tenía rabo. Los fulanos seguían viendo poca carne para tanto presupuesto y él, para intentar dejarlos contentos, les dijo que les regalaba las viejas, que ya las había explotado tanto que no le parían, pero que estaban bien gordas y con una sola de ellas podría pasar cualquier serpiente un invierno entero hibernando.
Aquello funcionó bien, los clientes aflojaron la pasta, pillaron las cajas y se marcharon dejando a Enrique con una sonrisa de oreja a oreja y la cerveza asegurada para toda la semana.
Cuando comenzó a poner cada cosa en su lugar reparé en un animal que estaba sólo en otra caja. Era una pequeña rata calva de orejas grandes y ojos muy negros que casi no podía mantenerse de pie, porque Enrique la había separado de sus padres antes de tiempo para intentar colársela a los fulanos en el lote, pero no la habían querido.
Le dije que la pusiera junto a su madre, que hacía mucho frío y se veía claramente que aquel animal necesitaba todavía una semana más para el destete. Su respuesta no me sorprendió en absoluto: la madre iba en el lote que se acababan de llevar sus clientes, así que se la pondría a otra que tuviera crías del mismo tamaño, a ver si con suerte la aceptaba.
Así fue como adopté a Galleta movida por un extraño impulso. No dije nada, la metí en uno de los bolsillos de la chaqueta, cerré con cuidado la cremallera y salí de allí.
Él, no dijo nada tampoco.