He olvidado cómo llegue hasta él, lo único que recuerdo con exactitud es una habitación clandestina en la parte trasera de la casa, donde se amontonaban en pequeñas cubetas y jaulas miles de animales dispuestos para la reproducción, mal cuidados y faltos de comida, sin extenderme demasiado en el pestilente olor que emanaba tanto la habitación como de sus diminutos habitáculos, que más que viviendas destinadas al fin, parecían celdas donde cumplirían su cadena perpetua hasta que les llegase la hora de servirles de alimento a algún reptil.
Allí podía comprarse cualquier animal, vivo o sacrificado previamente mediante el único medio que Enrique conocía, un golpe en la cabeza.
Apilados en las paredes había de todo: hurones que se desplazaban de un lado a otro de sus jaulas enloquecidos, ardillas que se habían arrancado el pelo porque según él estaban preparando el nido, hámsters amontonados encima de su propio excremento, pájaros capturados en jaulas trampas que servían como alimento de los hurones y ratas, que fue lo que más llamó la atención, miles de ratas.
Él me dijo que se vendía todo, que tenía "clientes" que llegaban de cualquier parte buscando desesperadamente lo que no habían podido encontrar en tiendas. Que las ratas parían mucho y que si la cosa se ponía mala siempre podía matarlas y congelarlas para venderlas así, evitando el gasto que suponía mantenerlas. Lo dijo todo exponiendo los más disparatados detalles e invitándome a la cocina para que viera en primera instancia los cajones donde se encontraban los animales amontonados y fríos, duros como piedras, ensangrentados por la horrible masacre, congelados.
Enrique era un tipo corriente, la vida no lo había tratado bien según él, y yo le oía asqueada mientras pensaba que, con aquella enorme barriga, era muy afortunado teniendo en cuenta la clase de persona que tenía delante.
Siempre he sentido pasión por los animales, digamos que incluso de un modo enfermizo, pero aquello era inhumano.
Me explicó al ver mi reacción que las serpientes tenían que comer carne viva, cazar, porque era su instinto y necesariamente debían ingerir animales capturados por ellas mismas, aunque también se les podía dar un animal muerto y congelado, pero sus beneficios a nivel metabólico no serían tan buenos. Ahí descubrí que Enrique, además de un hijo de puta, era nutricionista.
Me dijo que parían lo suficiente como para ayudarle a pagar la hipoteca y la pensión que debía pasarle cada mes a su mujer. Abrió una de las cubetas donde se alojaban tres madres y las retiró con la mano de un modo poco sutil para que viera con mis propios ojos la cantidad de crías que eran capaz de tener. Todas las crías quedaron esparcidas por el suelo, y mientras hablaba, las madres comenzaron a recogerlas una a una despacito para volver a colocarlas en su lugar, y echarse encima guiadas por ese instinto tan maravilloso que, a algunos humanos como el que tenía delante, le faltaba. Le dije que no hiciera eso, que yo las podía ver sin tener que molestarlas y me confesó que no importaba, que vendría un cliente aquella misma tarde para llevarse las crías porque tenía serpientes que alimentar.
No pude evitar mirar a aquellos animales con cierta tristeza, porque se esforzaban en sacar adelante a unos pequeños que, sin ellas saberlo, tenían las horas contadas.
Y así fue como comenzó mi interés por aquel animal hasta el punto de adoptar a Galleta. Así fue como comencé a frecuentar aquel lugar clandestino y oculto guiada por un sentimiento que no sabría descifrar. Esa fue la base que más tarde guió los acontecimientos que quizás relate un día en otro post. Ahí comenzó mi interés por la vida de las ratas,