lunes, 10 de febrero de 2014

Trazos

Me gustaba observarle mientras impartía catequesis por la tarde, frente al comedor. Le miraba fijamente a los ojos hasta que su voz se diluía en mi cabeza y sólo era capaz de percibir con claridad el movimiento de sus labios. Obtenía placer a escondidas, imaginando el sabor de su boca, deleitándome en los contornos de su mandíbula.
El padre Ángel tenía los ojos del mismo color que mi conciencia. El vello que le asomaba por los puños de la sotana se enredaba a mi piel haciéndome sentir que el hombre pensaba dentro de mi cabeza.
Pasaba horas mirándole a escondidas, para imaginarle más tarde sentado en aquel incómodo sillón de terciopelo azul al que yo me aferraba a horcajadas, sobre él, bajo aquel Dios que nos vigilaba y presidía solemne su despacho. Podía sentir el sexo del sacerdote latiendo bajo mi falda tableada de cuadros rojos, las yemas de los dedos húmedas de rubor, los ojos oscuros fijos en los míos y aquella necesidad clavada en la piel provocando incapacidad para distinguir placer y dolor. Aquella necesidad, la misma que lo obligaba cada noche a masturbarse en su diminuta habitación, entre lágrimas, con mis manos, mientras el sudor que desprendía su cuerpo inundaba mi sexo despertándolo a la vida, y sus manos, a través de las mías, hablaban de Dios.