viernes, 28 de febrero de 2014

Trazos III


Nada revive el pasado con tanta fuerza como un olor al que una vez se asoció

Vladimir Novokiv

La primera vez que el sacerdote reunió el valor suficiente para enfrentarse a Dios ella estaba castigada y se encontraba limpiando la sacristía. Vivía dormida, con la mirada perdida entre los paños del altar mayor cuando reparó en el hombre parado en la puerta. Se acercó y ambos quedaron así, uno al lado del otro, largo rato en silencio. Entre los dos un antiguo testamento y sobre ambos aquel Dios al que ya no le quedaban fuerzas cuando la mano de ella se acercó a la del hombre y éste no retiró la suya. Todo él olía a santidad, todo cuanto era estaba adornado con aquel olor característico que hace a los hombres mártires a ojos del mundo, irresistible para ella. Representaba fuerza, protección, lo que siempre había anhelado como imagen a la que aferrarse en momentos difíciles, la válvula de escape que la hiciera vivir despierta en aquella cárcel para niñas. 
Y ambos se miraron, y ella bajo la vista al suelo, y en el suelo terminaron cuando el hombre reunió el valor suficiente para ponerse de rodillas y buscar bajo su falda, descubriendo que Dios no sólo habita en los libros, arrancándole gemidos, hundiendo el rostro en el sexo de aquella niña que había dejado su infancia ya lejos y ahora se agachaba para acercarse a sus labios y beber su propio sexo desbordado, cuyo olor, mezclado con la saliva del sacerdote, iba a quedársele para siempre clavado en la memoria.

martes, 25 de febrero de 2014

Trazos II

Aún conservo aquella Biblia. Nunca supe si el olor a hombre sobrevivía al papel o era el interes de mi memoria la que proyectaba sobre el mismo su recuerdo cada vez que guiada por el instinto acercaba el libro a mi rostro. Intenté alguna vez resistirle, sobrevivir al impulso de ocultarme entre los renglones que hablaban de sexo y de Dios. Pasar simplemente las páginas, pero terminaba por encontrarle incluso en la piel roja de letras doradas por donde jugaron mis dedos todos aquellos años.
Dos palabras, tan llenas de significado para mi memoria como lo eran el olor a incienso y cera derretida, a paños recién planchados y a sacristía. A dedos que rozaban la superficie de la tinta dorada recordando los del sacerdote, arrancándome la humedad que necesitaba para saberse hombre antes que palabra, mártir de pecado, encontrando la redención bajo mi uniforme tableado de pubertad.

lunes, 10 de febrero de 2014

Trazos

Me gustaba observarle mientras impartía catequesis por la tarde, frente al comedor. Le miraba fijamente a los ojos hasta que su voz se diluía en mi cabeza y sólo era capaz de percibir con claridad el movimiento de sus labios. Obtenía placer a escondidas, imaginando el sabor de su boca, deleitándome en los contornos de su mandíbula.
El padre Ángel tenía los ojos del mismo color que mi conciencia. El vello que le asomaba por los puños de la sotana se enredaba a mi piel haciéndome sentir que el hombre pensaba dentro de mi cabeza.
Pasaba horas mirándole a escondidas, para imaginarle más tarde sentado en aquel incómodo sillón de terciopelo azul al que yo me aferraba a horcajadas, sobre él, bajo aquel Dios que nos vigilaba y presidía solemne su despacho. Podía sentir el sexo del sacerdote latiendo bajo mi falda tableada de cuadros rojos, las yemas de los dedos húmedas de rubor, los ojos oscuros fijos en los míos y aquella necesidad clavada en la piel provocando incapacidad para distinguir placer y dolor. Aquella necesidad, la misma que lo obligaba cada noche a masturbarse en su diminuta habitación, entre lágrimas, con mis manos, mientras el sudor que desprendía su cuerpo inundaba mi sexo despertándolo a la vida, y sus manos, a través de las mías, hablaban de Dios.