viernes, 28 de febrero de 2014

Trazos III


Nada revive el pasado con tanta fuerza como un olor al que una vez se asoció

Vladimir Novokiv

La primera vez que el sacerdote reunió el valor suficiente para enfrentarse a Dios ella estaba castigada y se encontraba limpiando la sacristía. Vivía dormida, con la mirada perdida entre los paños del altar mayor cuando reparó en el hombre parado en la puerta. Se acercó y ambos quedaron así, uno al lado del otro, largo rato en silencio. Entre los dos un antiguo testamento y sobre ambos aquel Dios al que ya no le quedaban fuerzas cuando la mano de ella se acercó a la del hombre y éste no retiró la suya. Todo él olía a santidad, todo cuanto era estaba adornado con aquel olor característico que hace a los hombres mártires a ojos del mundo, irresistible para ella. Representaba fuerza, protección, lo que siempre había anhelado como imagen a la que aferrarse en momentos difíciles, la válvula de escape que la hiciera vivir despierta en aquella cárcel para niñas. 
Y ambos se miraron, y ella bajo la vista al suelo, y en el suelo terminaron cuando el hombre reunió el valor suficiente para ponerse de rodillas y buscar bajo su falda, descubriendo que Dios no sólo habita en los libros, arrancándole gemidos, hundiendo el rostro en el sexo de aquella niña que había dejado su infancia ya lejos y ahora se agachaba para acercarse a sus labios y beber su propio sexo desbordado, cuyo olor, mezclado con la saliva del sacerdote, iba a quedársele para siempre clavado en la memoria.