domingo, 15 de marzo de 2015

Las lentejas de Magdalena

Cuando se vive recluida y aislada del exterior se agudizan los sentidos. Un ruido podía congelarnos de golpe esperando alguna orden por megafonía, o un olor que llegase de la cocina podía hacer que alguna de nosotras se bloquease, dejando de tener significado para ella cualquier actividad...

Era el caso de Magdalena que jugaba ajena a todo cuanto se cocía en la cocina. Saltaba la comba cansada, con aquella apatía que la arrastraba día a día a tomarse cualquier juego como algo difícil de practicar, como castigo o broma pesada.
Los niños son crueles por naturaleza y si alguna de nosotras, ajena al juego, se entretenía mirando por la ventana de la cocina y había tenido la suerte de sacarle a Rosita, la cocinera, información sobre el plato del día, corría a mitad del patio para gritarlo a los cuatro vientos. Las risas se multiplicaban si para colmo, el plato del día eran lentejas, entonces casi la mayoría reía y celebraba el tan conocido espectáculo que sucedería después, como alimañas al olor de un cadáver.
Era entonces cuando magdalena se bloqueaba y comenzaba a temblar, vaticinando el desastre, la agonía, el cruel desenlace de los acontecimientos.
Lloraba, se orinaba encima y buscaba algún rincón donde esconderse, pero nada de lo que pudiera hacer era comprable con es espectáculo que sobrevendría después, que inevitablemente tenía que suceder, que llegaría...
Una vez todas a la mesa alguien tendría que buscarla y la hermana Ada se encargaba de aquella actividad que la hacía disfrutar sin estremecerse. Tampoco se apresuraba al ejercer su labor, sabía de antemano que el premio llegaría de la mano de Dios, que su recompensa merecería la pena por el simple placer de disfrutar del espectáculo. Nunca la entendí. En realidad jamás comprendí a ninguna de aquellas hermanas que se dedicaban por entero a Dios y dejaban el corazón a los pies de la cama cada día.
Magdalena siempre volvía mientras todas mirábamos con curiosidad infantil por las ventanas, esperando ver aparecer al buitre con la presa, excitadas por la adrenalina infantil del ritual, ávidas de acontecimientos que nos hicieran olvidar nuestra propia existencia.
Volvía arrastrándose envuelta en lagrimas de la mano de madre Ada, que la invitaba a sentarse a la mesa donde ya todas habíamos vuelto, y comenzaba a servir los platos.
Una vez terminado el servicio madre Ada se sentaba a su lado y empuñaba la tan temida cuchara. De mirada inquisitiva la instaba a comer, y Magdalena, que en esos momentos se debatía intentando respirar entre lágrimas y mocos, abría una y otra vez la boca mirándola fijamente, suplicándole el perdón que jamás llegaría hasta que no quedase una lenteja en el plato.
A la tercera cucharada Magdalena comenzaba a dar arcadas y las lentejas le salían por la nariz. Madre Ada, con una delicadeza exquisita rebañaba sus labios, su nariz y su barbilla llevándose junto a las lentejas las lagrimas y los mocos. Nueva cucharada completa, nuevamente arcadas, mas lagrimas y mas mocos...
Cuando la fatiga alcanzaba su punto más álgido Magdalena lo vomitaba todo de golpe, y madre Ada, guiada por esa seguridad que sólo caracterizaba a aquella monja, lo recogía todo en el plato y volvía a introducir la cuchara en su boca.
"Hay que dar gracias a Dios por estos alimentos" decía siempre aquella monja "si estuviérais tiradas en la calle a saber qué comeríais"
Cuando íbamos terminando llevábamos el plato a la cocina y podíamos salir a jugar. Magdalena siempre se quedaba allí, viéndonos salir una detrás de otra hasta que no quedaba nadie en el comedor. Entonces lloraba más y sus gritos podían oírse desde el patio, donde ninguna jugaba y todas nos limitábamos a esperarla. Donde ya el espectáculo tenía menos sentido, porque existían códigos y reglas allí dentro. Porque a cualquiera de nosotras podía tocarnos alguna vez. Porque sabíamos que tarde o temprano nos tocaría.

lunes, 9 de marzo de 2015

El hombre que nunca hacía preguntas.


Andrés coloca encima de la cama una vieja maleta donde va depositando todo cuanto le queda en la vida; un neceser para el aseo, algo de ropa y el retrato de Luisa, su esposa...

Andrés y Luisa llegaron a la residencia hace ocho años. Padres de cinco hijos no tuvieron la suerte de encontrar cobijo en ninguna de aquellas casas y terminaron como terminan hoy muchos ancianos en España, en residencias.
Luisa enfermó nada mas llegar a aquel lugar, duró pocas semanas y Andrés se quedo solo y rodeado de muchos en su misma situación, sumido en esa extraña soledad que te hace alejarte del resto.
Leía compulsivamente o jugaba al domino, que era la única situación donde podía vérsele interactuar con el resto de ancianos. Disfrutaba jugando y hablaba poco, sólo de vez en cuando levantaba la vista para guiñarme un ojo, un gesto cómplice del que yo disfrutaba también en silencio.
No encajó nunca entre demencias porque allí donde otros colocaban sus olvidos él depositaba su realidad en silencio, mirando fijamente cualquier punto de la habitación donde la luz que entraba por los grandes ventanales incidía sobre sus ojos y era reflejada al resto de la estancia, llenándola de respuestas. Tampoco hacía preguntas, cuando algo ocurría y otros llegaban para ver qué había pasado él se retiraba despacio, como conociendo todas las respuestas...
Y ahora doblaba con esmero su ropa para introducirla en aquella maleta vieja sin sonreír, mientras yo le observaba sin hacerle preguntas...
Vi a Andrés desaparecer de la habitación acompañado de su hijo y su nuera, que le ayudaban con la maleta y le decían que todo iba a ser diferente a partir de ese momento.
Recordé las palabras que días antes había oído decir a una monja: "Andrés se irá, su hijo se ha quedado en paro y necesitan los mil ochocientos euros que paga aquí para salir adelante"
Corrí hacia la ventana y estaba a punto de meterse en el coche. Miró hacia donde yo siempre me colocaba y sonrío, volvió a guiñarme un ojo como queriéndome decir; "no te preocupes Fátima, tu secreto está a salvo conmigo"...

lunes, 2 de marzo de 2015

Enemigo íntimo.

Me intimidaba su presencia a kilómetros de mi porque mi piel sabía cómo sentirle cerca.
Le intuía detrás de las paredes de las habitaciones, detrás de cada uno de mis pasos que él observaba. Me daba vergüenza desnudarme en soledad intuyendo sus ojos transparentes, temía verme reflejada en ellos, temía comprobar que todo era producto de mi necesidad, del silencio.
Temía equivocarme, levantar la vista y que no estuviera allí donde le había imaginado. Temía perder el control dejándome llevar por la razón y terminar sumida nuevamente en la rutina.
Me intimidaba su presencia a kilómetros de mi porque ya formaba parte de mi respiración y hacia años que no respiraba de un modo tan acelerado.
Le intuía detrás de cada esquina y en cada pared de la casa podía verle.
Temía colocar la palabra en el lugar equivocado y que todo se desvaneciera. Temía haberle soñado y haber imaginado sus ojos mirando al mar.
Le intuía cerca, tan cerca que en ocasiones temblaba de placer imaginando sus caricias, como si el mar, en una competición febril, hubiera decidido inundarme de azul. Como si el destino jugase conmigo en forma de enemigo.


domingo, 1 de marzo de 2015

Húmedo

Yo quería dormir echada en su pecho mientras sus manos me abrazaban. 
Quería quedarme así, acurrucada al compás de su respiración. 
Quería sentirle respirar profundamente, navegando despacio bajo mi cabeza, como un velero que no tiene prisa por llegar a su destino.
Quería mirarle sin que él lo supiera e imaginar su boca rodeando mis labios. 
Quería recrearme en sus contornos de hombre, en sus manos grandes y en su pecho amplio.
Yo quería hacerle el amor dormido, pasar mi lengua despacio por sus caderas sintiéndolas despertar.
Quería sentirle debajo de mi, atrapado entre mis piernas, como en una carcel.
Quería comprobar cómo lo movía la necesidad.
Quería apoyarme en sus manos para galoparle sintiendo cómo su sexo exigía la caricia.
Le quería en mi cama o en la suya, en la ajena o en la extraña. 
Le quería pensando dentro de mi cabeza.
Le quería así, húmedo...