Andrés y Luisa llegaron a la residencia hace ocho años. Padres de cinco hijos no tuvieron la suerte de encontrar cobijo en ninguna de aquellas casas y terminaron como terminan hoy muchos ancianos en España, en residencias.
Luisa enfermó nada mas llegar a aquel lugar, duró pocas semanas y Andrés se quedo solo y rodeado de muchos en su misma situación, sumido en esa extraña soledad que te hace alejarte del resto.
Leía compulsivamente o jugaba al domino, que era la única situación donde podía vérsele interactuar con el resto de ancianos. Disfrutaba jugando y hablaba poco, sólo de vez en cuando levantaba la vista para guiñarme un ojo, un gesto cómplice del que yo disfrutaba también en silencio.
No encajó nunca entre demencias porque allí donde otros colocaban sus olvidos él depositaba su realidad en silencio, mirando fijamente cualquier punto de la habitación donde la luz que entraba por los grandes ventanales incidía sobre sus ojos y era reflejada al resto de la estancia, llenándola de respuestas. Tampoco hacía preguntas, cuando algo ocurría y otros llegaban para ver qué había pasado él se retiraba despacio, como conociendo todas las respuestas...
Y ahora doblaba con esmero su ropa para introducirla en aquella maleta vieja sin sonreír, mientras yo le observaba sin hacerle preguntas...
Vi a Andrés desaparecer de la habitación acompañado de su hijo y su nuera, que le ayudaban con la maleta y le decían que todo iba a ser diferente a partir de ese momento.
Recordé las palabras que días antes había oído decir a una monja: "Andrés se irá, su hijo se ha quedado en paro y necesitan los mil ochocientos euros que paga aquí para salir adelante"
Corrí hacia la ventana y estaba a punto de meterse en el coche. Miró hacia donde yo siempre me colocaba y sonrío, volvió a guiñarme un ojo como queriéndome decir; "no te preocupes Fátima, tu secreto está a salvo conmigo"...