Recuerdo que fue un invierno frío y lluvioso. Mar y yo tuvimos varicela y a madre Isabel no se le ocurrió otro remedio que aislarnos en una pequeña habitación habilitada previamente con dos camas, una mesita de noche y un gran crucifijo encima de una antigua cómoda de caoba. Dias atrás a Mar le habían rapado la cabeza porque tenía piojos, y la idea de vivir aislada en aquella habitación le hacía especial ilusión por no tener que asistir a clase, manteniéndose ajena a las miradas crueles de otras compañeras. Recuerdo con total exactitud cómo ocurrió todo...
Nuestra rutina podría definirse sin ningún tipo de acontecimiento especial. Pasábamos el día en la cama, donde también nos daban la comida y de la que sólo nos levantándonos para ir al baño cuando la necesidad lo requería, o en el caso de Mar, para vomitar cada quince minutos.
Ambas compartíamos fiebre aunque ella vomitase por las dos, y cuando a media mañana remitía un poco el calor de nuestros cuerpos uníamos las camas para jugar al parchís, a las damas o simplemente para leer en voz alta, hasta que madre Isabel, alarmada por las risas, aparecía y todo nuestro mundo volvía a ser tan real como aquellas malditas reglas que gobernaban nuestra pequeña cárcel para niñas.
Fue exactamente a punto de caer la noche cuando el padre Ángel apareció en el umbral de la puerta con su serena sonrisa. Recuerdo que llovía mucho, que el sacerdote tenía el pelo mojado y algunas gotas de lluvia brillaban sobre su rostro. Mar dormía plácidamente y yo leía el libro que meses atrás él me había regalado. Se sentó a un lado de la cama y puso una mano sobre mi frente. Al sentir el contacto de su mano helada todo mi cuerpo se estremeció y la retiró enseguida, dejándola caer sobre la cama y fijando su mirada en algún lugar de la habitación.
Recuerdo que me incorporé y me senté a su lado, cogí su mano entre las mías y pude notar su temblor. Recuerdo con una nitidez casi enfermiza los ojos del hombre fijos en mis labios, y a continuación su boca rozando la mía levemente para más tarde morderla con avaricia.
No había besado jamás a un hombre ni experimentado el dolor que origina el roce de la barba en el rostro, una mezcla de fuego y placer que se acentuaba cada vez que el hombre mordía la carne o arañaba con su barba mis labios. Su lengua se movía en mi cabeza y segregaba saliva entre mis piernas, a la vez que sus manos buscaban torpemente el sexo entre gemidos ahogados por ambas partes y calor, fiebre y calor.
Recuerdo que podía sentir el corazón del padre Ángel en mi pecho, latiendo por los dos y llevándose en cada impulso un trocito del mío con él. Recuerdo sus dedos anclados dentro de mi, entrando y saliendo con la brusquedad que acompaña a lo prohibido, a lo inmoral. Recuerdo el placer de sus dedos y el calor que dejaba mi humedad en sus ojos. Recuerdo todo aquello y es imposible desterrar de la memoria el placentero dolor que cada detalle devuelve a mis ovarios.
Por eso hay veces en que el cerebro despierta en un mundo rodeado de estímulos.
Y en ocasiones, es necesario vivir de recuerdos que aparecen ante el mínimo detalle.