sábado, 9 de noviembre de 2013

Sin salida.

Cuando se percataba de su debilidad no quería luchar contra ella, sino entregarse. Se trataba del embriagador e insuperable deseo de caer dejándose llevar hacia el espejo, viéndose reflejada en él con arrugas alrededor de los ojos y aquella maldita bata desgastada.
Podía haberse pasado media vida odiando la bata de su madre, hasta crecer y darse cuenta de que tenía su propia bata y la observaba desde aquel lugar, donde podía verla reírse de ella con arrugas alrededor de los ojos y la piel descarnada por la edad. Aquella risa siempre tenía el mismo matiz de alegría fingida y amarga, triste, ahogada en el sepulcro que había estado construyendo durante años con una fregona en la mano. Su voz se le metía en la piel reptando debajo de ella al igual que un parásito fruto del delirio y la demencia. Risa que señalaba con el dedo la causa de su desgracia haciéndola sentirse infeliz y vacía, un vacío que se instalaba en el estómago, dentro, al que se entregaba sin fuerzas para luchar, con deseos de caer.
Había crecido oyéndola cantar, canciones de hombres que se jugaban la vida por mujeres imposibles en arenas de ruedos cubiertas de sangre. Había vivido soñando con aquellos ojos verdes y el fuego de un cigarrillo, con prostitutas audaces y amantes torturados. Y había soñado con todos ellos una y otra vez, idealizándolos hasta que tuvo que esperar al primero durante horas sentada en una silla. 
Pero la madre ya no cantaba canciones de amor, ahora reía tras su reflejo arrinconada en el mismo lugar en el que ella había esperado durante horas al hombre, demacrada por los años y perdida en la locura de su dedo acusador.
Y los taxis llevaban la misma frase escrita en el lateral: "te mentiré diciéndote las cosas que quieras oír". Todos llegaban de noche pero ninguno paraba en su puerta. Los protagonistas de las canciones tomaban otros caminos, abandonando a las prostitutas o simplemente tirando el cigarrillo al suelo sin que nadie apagase la colilla o cerrase un verso. Y no había caballos con los que partir ni murmuraba nadie en el hueco de una escalera. 
Por eso aquel día cogió una enorme maleta, la llenó de ausencias y hombres imposibles y corrió de allí, sin darse cuenta de que sus pasos se encaminaban siempre hacia un lugar sin salida, y en la misma dirección de la que jamás salió se dejó caer. Porque se trataba del embriagador e insuperable deseo de no luchar, de cerrar los ojos, de entregarse.