sábado, 23 de noviembre de 2013

Corazón de monja.

Era media mañana cuando madre Graciela acudió a mi para decirme que iba a acompañarla en un pequeño viaje. Hacía mucho frío y tenía que abrigarme porque íbamos a Córdoba, a llevar a Pilar a una residencia de ancianos.
Pilar era una mujer muy mayor que siempre se acordaba de nosotras por Navidad y nos traía bonitos regalos. Ayudaba a las monjas cuando lo necesitaban y a pesar de tener cuatro hijos y un gran patrimonio, no se olvidaba de las internas ni de las hermanas que estaban a nuestro cargo. Pilar era una especie de abuela para todas, un alma limpia y pura que había encontrado en su obra de caridad el consuelo que no había obtenido criando a sus hijos, ya mayores y deseosos de que su madre dejase este mundo para repartirse la herencia. Pero tenía noventa años, y en ninguna de las cuatro casas en las que vivían sus hijos había espacio para ella. Por eso le habían encargado a madre Graciela que la llevase a una residencia de ancianos, por eso y porque así a ellos no les quedaría el mal recuerdo de aquel trago amargo que ensucia la conciencia cada vez que intentamos olvidar algo y el cerebro se empeña en recordar...
Si había dudas o remordimientos ahí estaba madre Graciela para solucionarte la vida, y yo a su lado para acompañarla, aunque ello significase odiarla más cada día.
Fuimos en coche y durante todo el camino Pilar y yo nos cogíamos las manos. Ella preguntaba a cada momento por el motivo del viaje y madre Graciela miraba por el retrovisor del coche en mi dirección, inquisidora, amenazante, no hacía falta mediar palabra para entenderla.
Cuando llegamos a nuestro destino y Pilar comprendió dónde estaba comenzó a llorar y se agarró a mi. Sus ojos llenos de arrugas se colmaron de tristeza y la boca comenzó a temblarle al compás de mis manos, ancladas en las suyas como única tabla de salvación. Yo comencé a llorar y me abracé a ella porque compartía su dolor y entendía perfectamente su angustia, también vivía en aquel convento en contra de mi voluntad, también decidían por mi.
Todos los que estaban en ese momento presentes comenzaron a mirarnos, y a madre Graciela no le quedó más remedio que dar media vuelta y volver a meternos en el coche tomando camino de regreso a Sevilla. Durante el camino Pilar y yo seguimos con las manos unidas, enjuagándonos las lágrimas una en la otra y feliz en el fondo por el desenlace, al menos ella más tranquila.
Unos días más tarde y mientras jugaba en el patio vi a madre Graciela ayudar a Pilar a meterse en el coche y salir conduciendo ella misma. Corrí a preguntar a madre Isabel por el motivo, pero me dijo que no lo sabía, que quizá la llevase al médico para alguna revisión.
Esperé durante horas detrás de la verja, imaginé mil cosas para tranquilizarme y otras tantas que me llenaban de inquietud a medida que pasaba el tiempo. Esperé y esperé hasta que el coche de madre Graciela apareció detrás de la verja y se bajó de él para decirle a Conchita que hiciera el favor de abrirla para poder entrar.
Pilar no venía en el coche, y al pasar por mi lado madre Graciela me miró fijamente. Fue la única vez que la vi sonreír.