Jugaba sin límites, intentando dormir despierta cuando todos creían que me había rendido el sueño, y así, me trasladaba a un mundo que me pertenecía en solitario y nadie podía averiguar porque dentro de mi mente prepúber sólo vivía él.
Le observaba de día para recrearle más tarde. Me fijaba en los gestos y había conseguido mediante una especie de aglutinación sensorial obtener una imagen nítida de sus manos, su boca y sus ojos.
Luego, en las noches, le visualizaba con una perfección de detalle casi extrema de pie junto al altar mayor, mientras me acercaba guiada por las velas que permitían definir el recinto y su figura.
Colocaba mi mano sobre el sexo por encima de la sotana, e inmediatamente la dureza del hombre pasaba a contraer los músculos de mi sexualidad de niña, tan lejos ya, tan olvidada.
Y el hombre gemía en mi cabeza con el simple gesto de mi mano excitada, y mi cuerpo reaccionaba a sus gemidos entrando en una especie de trance donde cada centímetro de piel le pertenecía hacía tiempo.
Nos mirábamos y sus dedos iban instintivamente a parar dentro de mi boca, los mordía con avidez y el hombre gemía de dolor preso de aquella excitación indescriptiblemente placentera y fugaz. Uníamos nuestros labios para redimirnos juntos y el contacto de su lengua en los míos provocaba una condena de la que jamás hubiera permitido la absolución inmediata.
Cogía sus manos y le guiaba a través de mis contornos hacia el sexo, donde él siempre se paraba con temor. Le miraba segura, incitándole a seguir, suplicándole que lo hiciera. Y el hombre, introducía sus dedos en mis neuronas a través de aquel sexo de niña, despacio al principio, sin piedad dos minutos más tarde, hasta conseguir que me derramase en su mano al igual que me derramaba cada Domingo cuando al ir a darme la comunión, yo extendía la lengua.