martes, 8 de noviembre de 2011

El internado -primera parte-

 

Corría el año 79 cuando la hermana Isabel, directora del colegio Buen Pastor, entró en el comedor general para darnos la noticia.-Niñas, os presento al padre Ángel, él será el encargado de los cursos que llevaremos a cabo para la iniciación a la comunión de todas vosotras- No había terminado de decir la última de sus palabras cuando con sotana impecablemente negra al igual que sus ojos, el hombre interrumpió en la amplia habitación donde todas estábamos formalmente sentadas a las mesas. Era horario de almuerzo.

El padre Ángel-Como así debíamos llamarle- lucía una mirada triste, seguramente por sus años como abogado de causas perdidas, sus seminarios aburridos y rodeados de fe y su habitual compañía; curas serios de charlas simples y tallas grandes…

Con mirada triste aunque de una gran profundidad se acercó a las mesas, una a una nos fue preguntando el nombre hasta llegar a mí, que quedé muda de un plumazo al darme cuenta de que tenía la boca llena de comida y el rubor, me impedía tragar…

Fueron unos segundos interminables donde sus ojos negros me escrutaban impacientes, gracias a Dios que la hermana Pilar tuvo la feliz idea de golpear mi cabeza para que respondiese al padre pero, en su lugar, todo cuanto salió de mi boca fue el alimento apenas masticado y la risa general, hizo el resto…

Ni que decir tiene que quedé obligada a visitar el despacho de la directora más tarde, de momento, terminado el turno de preguntas y respuestas correspondientes, la hermana Pilar salió del comedor seguida muy de cerca por el padre Ángel, quien me regaló una amplia sonrisa antes de desaparecer por el pasillo que servía de antesala a la capilla.

Como castigo ejemplar tendría que arreglar tanto la habitación como la ropa de capilla del padre durante su estancia en el convento, que equivocada estaba la madre Isabel, en su defecto, me libraría de fregar los platos, planchar los uniformes y doblar la ropa durante mis horas no lectivas. El castigo ejemplar pasó a ser un regalo para mi inquieta cabecita, para la cual, lo cotidiano había dejado de tener sentido…

La sacristía lucía un aspecto fantasmagórico los domingos por la mañana, totalmente desolada y con un olor a desinfectante que odiaba, realmente, todo en aquel colegio olía a desinfectante. Mi misión había sido entendida con total claridad, preparar la ropa del padre Ángel, ponerla fuera del armario en un completo e impecable ritual de orden para ser utilizada antes de la misa. Colocar las sagradas formas en su correspondiente cacharro para facilitar su transporte y como no, el vino, medio vasito cubierto con un pañito de encaje que previamente debía ser planchado con pulcritud.

En las tardes, justo después de la hora de estudio y mientras que mis compañeras se dedicaban a las labores mencionadas anteriormente, yo iría a recoger la ropa del padre a la lavandería y la subiría a su habitación, colocaría sobre los toalleros del baño toallas limpias cada día, revisaría los utensilios de lavado y terminaría colocando sobre la mesita de noche, en este orden ,la Biblia y el rosario...

 

Continuará…