domingo, 22 de febrero de 2015

A José Luis Alvite




Cuando una mujer le cuenta a un hombre lo que siente ella no pretende que le solucione nada, sino que se calle y la escuche.

Le conocí en un bar de esos virtuales a los que los hombres acudían ya sudados de casa. Un bar de esos en los que el ambiente suena tan cargado como los bronquios del pianista. Un bar donde las mujeres ya estaban excitadas mucho antes de que cayeran rendidos a sus pies los protagonistas de las películas. Un bar donde el humo del tabaco mezclado con el olor a sexo femenino te deja cao diez pasos antes de alcanzar la barra. Un bar como otro cualquiera donde acudía la gente que no encajaba bien en ningún otro lugar. 
Era desordenado y triste, un tipo de esos a los que jamás espero un perro en el rellano de la entrada de su casa ni ningún niño invito al teatro del colegio en Navidad. Era un tipo de esos que a lo único que aspiraban en aquella época era a llegar de pie al cuarto de baño, por eso se sentaba cerca de la puerta de atrás, por si no le daba tiempo a llegar al lavabo.
Yo corría en aquella época huyendo de cualquier cosa que llevase nombre de contrato y él corría en mi misma dirección, supongo que huyendo de la última mujer a la que por error le había pedido matrimonio, tenía la extraña costumbre de buscar siempre un anillo al ver llorar a alguna de ellas.
Hablaba en blanco y negro cuando me senté junto a él en la esquina de aquella barra donde sólo podía intuirle porque todo él era una columna de humo. Fumaba en exceso y ese fue nuestro punto de partida, le dije que un día le mataría el puto tabaco y sonrió.
Llevo días yéndome a dormir con la sensación de llevarte pensando dentro de mi cabeza, dijo. Y esperó a que fuese yo quien comenzara contándole la historia de mi vida. Intuí que había aprendido a escuchar a una mujer antes que a hablar, aunque después del desahogo ella hubiera elegido siempre al tipo duro que sólo la había mirado el tiempo suficiente como para calentarle la entrepierna.
Y hablé durante toda la noche, durante días sucesivos a los que precedieron semanas y charlas interminables. Hablé para aquel hombre que escuchaba tranquilo, para alguien a quien conocí por casualidad, huyendo de algo que todavía hoy no he logrado descifrar, algo de lo que sigo huyendo.
He de reconocer que siempre he disfrutado del placer que supone instalarse en la tristeza y aquel tipo era como yo. Él había vivido cosas que yo jamás hubiera podido imaginar y yo quería oírlas todas de sus labios, de aquella voz en blanco y negro que me desgarraba entera y me dejaba en sus manos.
Conocía el lenguaje de la calle y los vómitos de alcantarillas, conocía lo que a mi me había estado vetado por mi condición de reclusa pueblerina, de inadaptada social. Me conocía incluso antes de haber reparado en él porque habían sido cientos las mujeres que como yo alguna vez frecuentaron aquella barra.
¿Qué esperas de un hombre como yo? Me dijo una noche...
Que me quieras como se quiere a un perro abandonado porque yo te seguiré con la misma fidelidad, respondí. Imagina que sólo soy un perrillo que busca una caricia de cariño...
Mora desconfiada, dijo, yo podría darte cualquier cosa menos cariño...
Y yo colocaba mi cabeza contra su pecho mientras él contaba historias de prostitutas, alcohol, drogas, cárceles noche y sexo, de hombres infieles por naturaleza y mujeres putas por convicción, historias de la calle que nadie como él conocía tan bien, su terreno.
Le quise desde el instante en que me di cuenta de que lo único importante en su vida sería lo que alguna de aquellas mujeres de dudosa reputación llorasen un día sobre su lápida. Le quise incluso antes de terminar de conocerle. Y así volvía cada noche a la barra de aquel bar donde encajaban bien personas como yo, buscándole, descubriendo al padre que había esperado sentada en aquella ventana durante años...
Frecuentaba aquel lugar donde me encontraba bien y dejaba que aquel tipo me contase su vida llena de ausencias, de corazones vacíos y sabanas sucias de hotel. Volvía impaciente e incluso contaba las horas del reloj para volver a verle, para volver a sentirme viva a su lado, para respirar del humo de aquel tabaco que un día nos mataría a ambos y que a esas alturas ya me importaba una mierda. Una y otra vez volvía guiada por la necesidad que él había creado dentro de mi, aquella sensación de plenitud que encontraba en sus ojos y aquella sonrisa que sabía le suponía mi presencia.
Él me esperaba cada noche porque conocía mis angustias, esa parcela de mi que estaba descubriendo a su lado y juntos disfrutábamos del placer que supone compartir tristezas. Me esperaba cada noche imaginando que subsanaba el error de no haber acudido a la puerta del colegio a recoger a alguien como yo por haberse dedicado a salvar princesas, yo llegaba cansada de esperar príncipes que aparecen fatigados con caballos a la espalda. Nos habíamos dedicado a buscarnos eternamente equivocándonos una y otra vez, hasta encontrarnos. Y fue entonces cuando nos prometimos que jamás nos separaríamos el uno del otro, que yo hablaría durante horas y él escucharía, para luego enseñarme historias dibujadas con su voz en blanco y negro. Para enseñarme un mundo que yo iría descubriendo a través de sus palabras. Para vivir historias que jamás hubiera imaginado que pudieran existir.
Me hizo prometerle que un día escribiría sobre aquella extraña amistad y él prometió a su vez que jamás se marcharía de mi lado. 
Y aquí sigo, esperando en la barra del aquel bar a que mi padre encuentre en el fondo de una copa el instante de lucidez que le haga recordar que tiene que volver a recogerme. Seguro que él se ha entretenido planeando la fiesta de cumpleaños que nunca me dio. Seguro que él se ha empeñado en buscar otro pañuelo u otro anillo.