Cuando me dijo que no sudaba o lo hacía muy poco no tuve más remedio que imaginarle tumbado sobre mi espalda desnuda, absorbiendo la humedad suficiente como para poder culminar dentro de mi una última embestida. Como si yo fuese el mar y él la arena donde filtrásemos nuestros escasos recursos...
Hundía sus raíces en mis dedos como la semilla que en su desarrollo busca inevitablemente el agua separando en su necesidad la tierra. La textura rugosa de su lengua dejaba marcadores que mi espalda convertía en sensaciones enredadas en los pliegues más distales de mi cuerpo. Él sólo sudaba en mi febril imaginación y llegué a odiarle tanto que en ocasiones agarraba con fuerza su cabeza hundiéndola entre mis piernas hasta hacerle quedar sin respiración, hasta que provocase el orgasmo que llenase mi mente de la inspiración suficiente para seguir escribiéndole con la misma humedad que me provocaba.
A veces intentaba enervar su contenido instinto haciéndole participe de mi calor, como quien necesita utilizar el flujo inguinal que resbala por los dedos para terminar convirtiéndolo en tinta. Imaginaba una y otra vez sus manos en mi boca buscando la saliva que le inspirase a morderme, a hacerme gemir y dibujar con aquel sonido miles de páginas en blanco a través de mis manos.
El hombre que sólo sudaba en mi imaginación convertía mi deseo en tinta ensuciando con ella mi piel y su memoria. Yo le extrañaba desde el sexo y era el sexo mismo quien en su lubricante manifestación de vida describía escenas lascivas en la pared de su piel seca y carente de afecto. Todos los orgasmos contenidos llevaban la cálida ortografía de su nombre a medida que la tinta se convertía en escena pecaminosa sobre la superficie inacabada de su imperturbable anatomía distante.
El hombre que sólo sudaba en mi imaginación manchaba con flujo la superficie de todos los libros del mundo y escribía entre mis piernas con la misma caligrafía que dejaba en las arrugas de una sábana.