La imagen proyectada en la superficie de la mesa era de una nitidez lasciva mostrando en relieve los cuerpos enredados en su propio ritual de apareamiento.
Se había parado el reloj de pared y lo único que proporcionaba más realismo a la escena eran los reflejos dorados sobre la piel del fuego que amainaba al otro lado de la chimenea. El contorno del torso masculino dibujaba sombras en el resto de la habitación mientras la mujer yacía en su propia contorsión de gemidos y espasmos musculares. Los dedos del hombre entraban y salían de mi cabeza mientras ella seguía con los suyos puestos en mi, como queriendo contagiarme de todo aquel placer que la desbordaba. Podía sentirles desde dentro, acompañarles desde mi propio reflejo en sus ojos de amantes insatisfechos que buscaban alargar el placer a embestidas, a lamentos entrecortados por el gozo y el esfuerzo.
Me miraba el hombre a través de ella y yo decidía sus movimientos obteniendo más placer que los amantes que configuraban la escena de mi propia locura. Yo era la humedad que a ella le sobraba y el sexo erecto por el que gemían sus caderas incandescentes. Era yo la figura perfecta que encajaba descaradamente en la escena ilógica con la que podían dominar mi cuerpo ausente, la parte más irracional de aquella locura.
Ella separaba las piernas y yo sentía al hombre, él abría la boca y me enredaba en su lengua rugosa y cálida mientras mis labios quedaban atrapados en su mirada perdida a través de mi, buscándola en mi cuerpo y sintiéndome en su humedad.
Era ella quien echó la cabeza hacia atrás y yo la que sentí en las entrañas la puñalada del hombre, envidiando el placer que ambos derramaban en la superficie de aquella mesa.