sábado, 26 de octubre de 2013

La llamada.

Cuando Ágata me llamó aquella mañana para decirme que había enterrado a su padre no supe bien si darle el pésame o felicitarla.
Ella había conseguido perdonarle con los años, supongo que alcanzó a encontrar para él el tipo de perdón que se confunde con la pena de ver frente a ella al anciano que se hace sus necesidades encima, alcanzando la dignidad a través de las mismas manos que un día sujetó a la fuerza.
Se quedó callada esperando mi reacción y por un instante recordé las palabras de madre Isabel cuando me dijo "verás, Fátima, es el perdón y el arrepentimiento lo que nos abre las puertas del cielo".
No sabré nunca si aquel hijo de puta había llegado a arrepentirse antes de morir del daño que había hecho, pero de lo que en ese momento estaba totalmente segura es de que en aquel cielo que dibujaba madre Isabel no podía haber sitio para un cerdo de aquella catadura moral.
Lloraba al teléfono y yo tenía que buscar las palabras que no sentía para conseguir que aquella pena engañosa terminara por transformarse en rabia, de la cual yo era una experta, sólo así podría alcanzar la paz que ahora disfrazaba el desconsuelo. Yo sabía que Ágata no lloraba de pena, quizá era la única persona de su entorno que sabía realmente que a su llanto lo novia el rencor, el asco y la ira.
Recordé a madre Isabel decir una y mil veces que el odio te apartaba de Dios y también aquella vez en que mirando a mi amiga frente a frente le aconsejé matarlo. Recordé su cara de sorpresa ante una idea absurda de la que tuve que prometerle no volver a hablar en la vida, y así lo hice, aunque la única diferencia hubiera sido pasar de un colegio de monjas a un correccional donde no creo que el trato hubiera sido más vejatorio.
Recordé también que aquel hombre jamás me puso una mano encima, se limitaba a mirarme a través de su botella con ojos precavidos porque en el fondo creo que siempre me tuvo miedo, siempre supo que a mi me sobraban los cojones que no había conseguido inculcarle a su hija para beneficio propio.
Ágata creció pidiéndole a Dios que en uno de aquellos viajes alguien llamase a su puerta o al internado y le comunicase la noticia de que su padre se había abierto la cabeza. Yo simulaba en mi imaginación el momento exacto de asestarle un golpe certero mientras vomitaba el exceso de alcohol encima de ella, en la oscuridad de la noche, mientras aquel Dios del que tanto hablaba madre Isabel era cómplice silencioso de sus hazañas.
Nos despedimos sin hacernos reproches mutuos por el odio que aquel tipo nos había dejado a las dos como herencia. Ella más relajada y yo pensando en el golpe que jamás le di, mientras vomitaba su propio hígado sobre ella y el Dios de madre Isabel volví la cara hacia otro lado.