jueves, 10 de octubre de 2013

Una mano en la boca

Cuando el sacerdote se sentó en el filo de la cama pensé que está vez el detalle era para mi, pero no introdujo su mano debajo de la almohada, se quedó quieto y colocó el libro encima de la mesita...

Madre Isabel había venido a buscarme aquella mañana para llevarme hasta el despacho del padre Ángel. El hombre quería hablar conmigo sobre lo que había escrito, ni a él ni a las hermanas les parecía una historia propia para mi edad.
Todas me miraron fijamente al cruzar el enorme pasillo que me llevaría ante él, podía leer en sus rostros el miedo que les provocaba verse reflejadas en mi papel en aquel momento, y es que cuando el padre Ángel requería la presencia de alguna de nosotras significaba que algo no encajaba en aquella cárcel para niñas, no era bueno para el bien de la comunidad.
Madre Isabel tenía la costumbre de andar demasiado rápido, si te quedabas algo rezagada te daba un golpe en la cabeza y pronto cogías el compás de su paso; recuerdo aquella vez en que a Magdalena se le cayeron las gafas del tortazo y no conseguía encontrarlas porque sin ellas no veía ni dónde las había dejado...
Cuando me senté frente al padre Ángel madre Isabel se colocó detrás de mi, pero el sacerdote con un gesto solemne la invitó a salir de la habitación y ella accedió murmurando algo que no llegué a entender.
Aquella habitación estaba tapizada de libros en su totalidad, libros antiguos y demacrados que hablaban de pureza e historias monacales, libros que olían bien y captaron mi atención mientras el sacerdote intentaba que le mirará a los ojos y le explicase de dónde había sacado aquellas ideas tan pecaminosas. Al comprobar que no le prestaba demasiada atención se levantó de su asiento y se acercó a una de las estanterías, hizo un gesto de asentimiento y me coloqué a su lado. Comenzó a hablar del cielo y del infierno, del pecado y del error, de la voluntad de llegar al cielo a través de la oración y el ejemplo, mientras mis ojos se clavaban en sus labios y podía sentir en el estómago cada una de aquellas palabras incluso antes de que fueran mencionadas.
Cuando el sacerdote terminó de hablar yo ya me había perdido entre aquel olor y su discurso, y debió de darse cuenta porque agachó la cabeza y ambos nos quedamos en silencio hasta que me recomendó volver a mis tareas y decirle a madre Isabel que hiciera el favor de ir a su despacho.
De regreso a mi habitación sólo tenía una asociación de estímulos en la cabeza, la voz del padre Ángel y el olor que desprendían aquellos libros antiguos. Hasta entonces he de reconocer que jamás había terminado un libro entero porque todos me parecían aburridos, pero aquel olor unido al timbre de voz del hombre sería en lo único que pensaría a partir de entonces.
Por eso aquella noche, cuando el padre se sentó en el filo de la cama y colocó el libro sobre la mesita yo abrí los ojos y pude verle en la oscuridad de los míos, mientras el hombre extendía una mano con la que acarició suavemente mi rostro y pasó sus dedos por los contornos de mi boca.