Siempre han existido héroes, personajes de ficción que a todos nos han acompañado en nuestra infancia. Caricaturas que han llenado de color y entretenimiento nuestros primeros años y con los que algunos hemos dejado volar nuestra imaginación. Héroes que han llegado en el momento oportuno al sitio indicado, que han rescatado a la chica de las fauces del personaje de turno o simplemente han muerto para que seamos conscientes de que la maldad existe, dejando un vacío interior lleno de un sordo recuerdo.
Recuerdo aquella vez en la que yo misma tuve un héroe en mi cabeza. Jamás le conocí pero me hablaron de él durante los primeros años de vida y en mi mente infantil le di forma, lo materialicé hasta llegar a imaginarle de una manera casi perceptible. También recuerdo hoy la noche que me pasé esperándole, asomada a una pequeña ventana desde donde se veía perfectamente una parada de taxis, donde él llegaría para conocerme. No recuerdo ya los taxis que conté aquel día porque ha llovido mucho desde entonces, pero lo que si recuerdo es a mi madre cogiéndome en brazos y llevándome a la cama; callada, pensativa, triste...
Desde aquel día debí de haber dejado de creer en ellos, pero siempre fui algo cabezota, y si la experiencia me había dejado un amargo sabor de boca con pocos años, seguí buscado a mi héroe particular en cualquier lugar a partir de entonces.
Cuando tuve edad suficiente para entender historias de más de diez páginas mis héroes llegaron de mano de los libros. He de reconocer que jamás me gustó que me obligaran a hacer algo donde tuviera que pasarme más de media hora con toda mi atención fijada en el mismo tema, pero lo que en un principio me pareció aburrido, a medida que profundizaba en un libro y me fundía con la trama que alguien había creado para mi, le abría un mundo de posibilidades inimaginables a mi cabeza, pasando a encontrar por aquel entonces mis héroes en los libros.
Todos hemos necesitado héroes para sobrevivir, incluso hemos buscado las virtudes de ellos en sitios equivocados por necesidad o simple curiosidad. ¿Quién no ha buscado también a un héroe entre las sábanas? ¿Quién no ha cometido alguna vez el error de querer ver un héroe donde simplemente sólo existía necesidad de autoengaño?
Con los años cambiamos y creemos necesitar menos auxilio porque la edad nos va endureciendo poco a poco y la figura del héroe parece que cobra menos importancia. Nos rodeamos de amigos, parece que somos capaces de tomar decisiones porque hemos madurado, pero en mi caso, la figura del héroe seguía teniendo su lugar aunque no hubiera aparecido, es algo así como saber que en el fondo existe aunque no haya tenido la suerte de encontrarle nunca.
Seguimos creciendo y cuando menos lo esperamos porque quizás estemos cansados de buscar durante años el héroe aparece un día, y sin decir nada se instala en el sillón menos cómodo de tu casa. Al principio no eres capaz de reconocerlo, porque incluso has olvidado que le buscabas, pero todo héroe que se precie de serlo tiene que estar dotado de una buena dosis de paciencia, y saber esperar...
En mi caso la figura del héroe llegó un día a mi vida y antes de que pudiera darme cuenta se metió dentro de mi, pasó a formar parte de mi cabeza. Era un tipo extraño al que podía decirle cualquier cosa que nada de lo que le dijese le iba a ofender, eso es lo que me llamó la atención de mi héroe, su parsimonia, su recatada tranquilidad y su paciencia. Si yo era la bomba de relojería mi héroe era la dinamita húmeda que a ambos nos garantizaba largos periodos de paz y serenidad. Si yo necesitaba arder mi héroe se aseguraba de esconder bien el mechero y si por casualidad yo lo encontraba, se pegaba a mi lado para que ardiéramos juntos. Sí, mi héroe era un perfecto héroe de los que salían en aquellos cómics o libros infantiles, un héroe de verdad.
Pero como en los cuentos o películas los finales no siempre son bonitos también mi héroe tenía sus defectos, y llegada la hora de una mala noticia a su favor decidió tomárselo con calma, sentarse en algún cómodo sillón de esos que te garantizan buenas vistas y a un camarero despistado que le trajera algo para beber aunque no fuese precisamente lo que había pedido.
Sé que mi héroe no tiene un espíritu muy luchador, lo sé porque aunque le he conocido tarde así le he imaginado durante años, salvando a la chica del cuento aunque tuviese que dejar su vida en el camino. También sé que incluso aunque se sea un auténtico héroe la vida puede dar un giro de repente y quitarte el disfraz de golpe, bajarte de la cuerda y arrancarte la capa en pleno vuelo. Sé tantas cosas que odio haberle reconocido tan tarde y tener ahora la sensación de que me falta tiempo y de que la vida es una auténtica mierda. Odio saber lo que hoy sé.
Me gustaría sinceramente encontrar la manera de terminar esto que he comenzado, las palabras adecuadas que te reconforten, el ánimo que he visto que la gente te da, pero no es eso realmente lo que yo quiero decirte desde aquí, maestro, no sé si sabría explicarme...
Me gustaría no tener que estar tan lejos en este momento y poder mirarte a la cara, de frente, donde no hicieran falta palabras porque me entendieras a la perfección con un simple gesto.
Me gustaría que hubieras llegado a mi vida mucho antes, porque ahora sólo me queda la sensación de haber dejado de buscar y quizás ese haya sido mi error.
Me gustaría poder llenarte la cara de besos y el alma de vida, estar a tu lado y ayudarte a seguir porque egoístamente me haces falta...
En mi vida imaginé que un hombre pudiera hacerme vivir tanto en tan corto espacio de tiempo, maestro, quiero que lo sepas.
Y sólo una cosa más... Si ahora que por fin he encontrado a mi héroe se te ocurre marcharte antes que yo, procura esconderte muy bien, porque si existe otra vida y me dejas, donde quiera que te metas te encontraré, y créeme, temerás haberme conocido.
viernes, 27 de septiembre de 2013
martes, 24 de septiembre de 2013
Manos de escritor
Escribía sobre la piel con la virilidad lasciva de mi sexo en su cabeza, buscando la forma de transformar en gemido su intención. Hallaba palabras fálicas con las que manchaba mi piel y el resto de mi ropa. Lo hacía desde la precisión animal y el instinto, sabedor de que en cada línea terminada yo jadeaba al compás del renglón torcido. Escribía consciente, acentuando el dardo en cada curva, en cada arruga y pliegue. Relajaba tensiones en los músculos devolviendo con ello el placer a mi espalda. Escribía el hombre cansado encontrando el apoyo en mi orgasmo, la hidratación en mi saliva, papel en mi carne, y escribía..
Dejaba que la tinta resbalase por la espalda creando historias interminables de mujeres que se parecían a mi, como queriendo contagiarme de toda aquella amargura que se le había metido dentro. El hombre escribía con mi rostro entre sus piernas y su humedad en mis ojos. Con el odio de la duda buscaba respuestas en la carne que le deseaba, valiéndose del útero que gritaba su nombre desde el lecho vacío. Y arqueaba mi espalda con cada letra, como queriendo dominar mis hormonas a medida que la tinta teñía el suelo.
Escribía el hombre pensando dentro de mi sexo la manera de crearme para él, el modo más perverso de convertirme en historia inacabada, interminable. Escribía en mi piel con la precisión de la caligráfica tortura que hiciera abrir mi boca y dejar escapar un gemido con su nombre.
Dejaba que la tinta resbalase por la espalda creando historias interminables de mujeres que se parecían a mi, como queriendo contagiarme de toda aquella amargura que se le había metido dentro. El hombre escribía con mi rostro entre sus piernas y su humedad en mis ojos. Con el odio de la duda buscaba respuestas en la carne que le deseaba, valiéndose del útero que gritaba su nombre desde el lecho vacío. Y arqueaba mi espalda con cada letra, como queriendo dominar mis hormonas a medida que la tinta teñía el suelo.
Escribía el hombre pensando dentro de mi sexo la manera de crearme para él, el modo más perverso de convertirme en historia inacabada, interminable. Escribía en mi piel con la precisión de la caligráfica tortura que hiciera abrir mi boca y dejar escapar un gemido con su nombre.
sábado, 21 de septiembre de 2013
Historial 37
Cuando el Doctor Phill puso el historial sobre la mesa René no tuvo más remedio que improvisar.
Se había pasado los últimos seis meses intentando convencer a todos de que ya no era un peligro para si misma, Anna se mantenía de algún modo relajada y las mascas en sus muñecas eran casi imperceptibles, pero la mirada inquisidora del médico no daba lugar a dudas, podía engañarlos a todos menos a él.
Tenía que hacer creer al médico que sus obsesiones estaban controladas, pero no encontraría la manera de hacerlo sin provocarle y rehusó mirarle de frente.
Estaba descalza, como de costumbre, y apoyaba ambos pies en la mesa del hombre en tono chulesco, sabía que a él no le gustaba aquella manera de actuar.
El Doctor Phill abrió el historial en un gesto tranquilo, pausado, y René comenzó a reír de una manera irónica cruzando ambas piernas sobre la mesa.
-Háblame de ella -comenzó el Doctor.
-Anna se marchó hace tiempo, Doctor, no creo que vuelva a aparecer.
-¿Tienes menos dificultades para controlar tus impulsos?
La joven le miró desafiante y en un movimiento que al médico le pareció demasiado programado fue abriendo las piernas que había colocado encima de la mesa, dejando al descubierto el vello público.
El hombre se llevó una mano al nudo de la corbata e hizo gesto de sentirse incómodo.
-Háblame de Anna -dijo él.
-Anna ya es pasado Doctor, ahora soy yo quien está delante de usted.
-Me comentan los compañeros que en estas últimas semanas te has portado bien.
-Se lo prometí Doctor, le dije que confiara en mi.
El Doctor Phill se levantó de su cómodo sillón y se acercó a la joven, tomó sus pies y los devolvió al suelo.
-Háblame de ella.
René se incorporó de su asiento y se sentó encima de la mesa, el médico se apartó un poco hasta colocarse frente a la ventana y esperó en silencio.
-Le gusta la primavera Doctor? Dicen que es la época del año donde más sufrimos los perturbados.
El Doctor Phill quiso aparentar serenidad cuando regresó a la mesa y volvió a sentarse en su cómodo sillón, cruzó las piernas y René se giró frente a él.
-Estamos aquí para hablar de Anna -dijo el médico y volvió a guardar silencio.
-Ojalá sintiera usted por mi tanto deseo como siente por Anne, Doctor. Yo también podría hacerle feliz.
La joven volvió a separar las piernas lentamente y el médico en un gesto brusco se echó hacia atrás, provocando en ella una nueva carcajada.
-¿sabe? -dijo René -Últimamente tengo serios problemas para excitarme, creo que debería usted revisar la medicación que con tan buena intención sus compañeros me administran cada día.
El Doctor Phill se levantó para tomar el historial que estaba al otro lado de la mesa y René le agarró la mano colocándola en su sexo, el hombre la apartó recogiendo el historial y dirigiéndose a la puerta.
Y aunque René no apartaba los ojos de él, fue Anna quien notó que la mano del médico estaba demasiado fría aquella mañana.
Se había pasado los últimos seis meses intentando convencer a todos de que ya no era un peligro para si misma, Anna se mantenía de algún modo relajada y las mascas en sus muñecas eran casi imperceptibles, pero la mirada inquisidora del médico no daba lugar a dudas, podía engañarlos a todos menos a él.
Tenía que hacer creer al médico que sus obsesiones estaban controladas, pero no encontraría la manera de hacerlo sin provocarle y rehusó mirarle de frente.
Estaba descalza, como de costumbre, y apoyaba ambos pies en la mesa del hombre en tono chulesco, sabía que a él no le gustaba aquella manera de actuar.
El Doctor Phill abrió el historial en un gesto tranquilo, pausado, y René comenzó a reír de una manera irónica cruzando ambas piernas sobre la mesa.
-Háblame de ella -comenzó el Doctor.
-Anna se marchó hace tiempo, Doctor, no creo que vuelva a aparecer.
-¿Tienes menos dificultades para controlar tus impulsos?
La joven le miró desafiante y en un movimiento que al médico le pareció demasiado programado fue abriendo las piernas que había colocado encima de la mesa, dejando al descubierto el vello público.
El hombre se llevó una mano al nudo de la corbata e hizo gesto de sentirse incómodo.
-Háblame de Anna -dijo él.
-Anna ya es pasado Doctor, ahora soy yo quien está delante de usted.
-Me comentan los compañeros que en estas últimas semanas te has portado bien.
-Se lo prometí Doctor, le dije que confiara en mi.
El Doctor Phill se levantó de su cómodo sillón y se acercó a la joven, tomó sus pies y los devolvió al suelo.
-Háblame de ella.
René se incorporó de su asiento y se sentó encima de la mesa, el médico se apartó un poco hasta colocarse frente a la ventana y esperó en silencio.
-Le gusta la primavera Doctor? Dicen que es la época del año donde más sufrimos los perturbados.
El Doctor Phill quiso aparentar serenidad cuando regresó a la mesa y volvió a sentarse en su cómodo sillón, cruzó las piernas y René se giró frente a él.
-Estamos aquí para hablar de Anna -dijo el médico y volvió a guardar silencio.
-Ojalá sintiera usted por mi tanto deseo como siente por Anne, Doctor. Yo también podría hacerle feliz.
La joven volvió a separar las piernas lentamente y el médico en un gesto brusco se echó hacia atrás, provocando en ella una nueva carcajada.
-¿sabe? -dijo René -Últimamente tengo serios problemas para excitarme, creo que debería usted revisar la medicación que con tan buena intención sus compañeros me administran cada día.
El Doctor Phill se levantó para tomar el historial que estaba al otro lado de la mesa y René le agarró la mano colocándola en su sexo, el hombre la apartó recogiendo el historial y dirigiéndose a la puerta.
Y aunque René no apartaba los ojos de él, fue Anna quien notó que la mano del médico estaba demasiado fría aquella mañana.
jueves, 19 de septiembre de 2013
Inocencia interrumpida
La ventana daba a un amplio jardín flanqueado por estatuas de ángeles. Al otro lado se encontraban los dormitorios de las hermanas y un poco más arriba el del hombre, en la parte alta del edificio.
Le gustaba ducharse y oír los gritos de las pequeñas que llegaban desde el jardín, risas inocentes de huérfanas sin padres ajenas a su propia desgracia, gitanas en coros cantando flamenco y alguna que otra campanada perdida anunciando la misa de ocho.
Sabía que el hombre la observaba desde la otra parte del patio, sosteniendo sutilmente el visillo de la ventana entre las manos, dejando un mínimo resquicio por donde atrapar la carne joven, el anhelo prohibido a su fe, la mirada tímida al amparo de la oscuridad que favorece el anonimato.
Y como en un juego prohibido a la vista de nadie, ella se desnudaba cada día sabiendo que el hombre estaba allí, quieto y expectante.
Conoció el sexo a través del deseo del Padre. Se despojaba del uniforme escolar cada tarde como en un ritual perverso e inocente, conocedora de que cada prenda al caer se llevaba un suspiro de aquel guardián silencioso y atrevido, del hombre al otro lado de la ventana. Luego, a modo de juego, abría la llave de la ducha y dejaba que el agua recorriera su piel pensando que en cada gota que resbalaba por su cuerpo los ojos del padre Ángel depositaban una pizca de consuelo.
Al pasar despacio ambas manos por el pecho podía notar el temblor del cura en su carne, imaginar con una precisión casi exacta la garganta del hombre secarse bajo aquella acción. El ombligo, tembloroso bajo la mirada indiscreta, se agitaba ante el tacto de la espuma, y en el sexo pueril, cubierto ya en su totalidad, se instalaba una especie de contracción constante en forma de deseo inocente.
Los contornos del cuerpo adaptándose a la espuma despertaban el brillo en los ojos del hombre. La incomodidad que la sotana comenzaba a proporcionarle se le antojaba excitante, y el calor de la cruz en el cuello una continuación de su propio calor.
Todo era divertido para ella porque había dejado de encontrarle placer a los juegos infantiles de patio. Lo divertido ahora estaba en imaginar al cura luchar desde la oscuridad por mantener las manos encima de la Biblia y dirigirse a misa de ocho un tanto perturbado.
Luego, en el silencio de la noche, imaginaba al hombre masturbándose para ella, como en una imagen mnémica proyectada en la superficie de una mesa y de una definición casi enfermiza.
Le gustaba ducharse y oír los gritos de las pequeñas que llegaban desde el jardín, risas inocentes de huérfanas sin padres ajenas a su propia desgracia, gitanas en coros cantando flamenco y alguna que otra campanada perdida anunciando la misa de ocho.
Sabía que el hombre la observaba desde la otra parte del patio, sosteniendo sutilmente el visillo de la ventana entre las manos, dejando un mínimo resquicio por donde atrapar la carne joven, el anhelo prohibido a su fe, la mirada tímida al amparo de la oscuridad que favorece el anonimato.
Y como en un juego prohibido a la vista de nadie, ella se desnudaba cada día sabiendo que el hombre estaba allí, quieto y expectante.
Conoció el sexo a través del deseo del Padre. Se despojaba del uniforme escolar cada tarde como en un ritual perverso e inocente, conocedora de que cada prenda al caer se llevaba un suspiro de aquel guardián silencioso y atrevido, del hombre al otro lado de la ventana. Luego, a modo de juego, abría la llave de la ducha y dejaba que el agua recorriera su piel pensando que en cada gota que resbalaba por su cuerpo los ojos del padre Ángel depositaban una pizca de consuelo.
Al pasar despacio ambas manos por el pecho podía notar el temblor del cura en su carne, imaginar con una precisión casi exacta la garganta del hombre secarse bajo aquella acción. El ombligo, tembloroso bajo la mirada indiscreta, se agitaba ante el tacto de la espuma, y en el sexo pueril, cubierto ya en su totalidad, se instalaba una especie de contracción constante en forma de deseo inocente.
Los contornos del cuerpo adaptándose a la espuma despertaban el brillo en los ojos del hombre. La incomodidad que la sotana comenzaba a proporcionarle se le antojaba excitante, y el calor de la cruz en el cuello una continuación de su propio calor.
Todo era divertido para ella porque había dejado de encontrarle placer a los juegos infantiles de patio. Lo divertido ahora estaba en imaginar al cura luchar desde la oscuridad por mantener las manos encima de la Biblia y dirigirse a misa de ocho un tanto perturbado.
Luego, en el silencio de la noche, imaginaba al hombre masturbándose para ella, como en una imagen mnémica proyectada en la superficie de una mesa y de una definición casi enfermiza.
lunes, 16 de septiembre de 2013
Ilusión de realidad
Cuando el hombre apartó despacio el encaje de la braga femenina y colocó la palma de su mano sobre el vello público, la mujer se dobló como un junco bajo la tempestad.
Pasó suavemente su otra mano sobre los labios y retiró el carmín desdibujando la mueca de placer que ella comenzaba a sentir, la tomó del cuello y la obligó a mirase fijamente en el espejo.
Ella observó la mano del hombre y adivinó que el corazón se le paraba en la garganta. Notó la dureza del miembro masculino en su espalda y tuvo que apoyarse en la mesa para no perder el control.
Volvió a obligarla está vez a inclinarse un poco más, separó con sus rodillas las piernas de la mujer y se agachó, colocándose entre ellas.
Al sentir las manos del hombre sobre sus nalgas se dejó caer agarrándose con fuerza a la mesa, intentando resistirse a unos labios que por aquel entonces se habían perdido entre sus muslos. La lengua caliente pasaba por cada centímetro de piel activando reacciones precisas, concretas. De vez en cuando se paraba y mordía la carne, consiguiendo que ella gimiera con fuerza, desde el dolor.
La imagen que le ofrecía el espejo se le antojaba cada vez menos nítida, más confusa. Hasta que su reflejo desapareció por completo cuando él, separando las nalgas con ambas manos, buscó con su lengua los contornos del sexo...
Pasó suavemente su otra mano sobre los labios y retiró el carmín desdibujando la mueca de placer que ella comenzaba a sentir, la tomó del cuello y la obligó a mirase fijamente en el espejo.
Ella observó la mano del hombre y adivinó que el corazón se le paraba en la garganta. Notó la dureza del miembro masculino en su espalda y tuvo que apoyarse en la mesa para no perder el control.
Volvió a obligarla está vez a inclinarse un poco más, separó con sus rodillas las piernas de la mujer y se agachó, colocándose entre ellas.
Al sentir las manos del hombre sobre sus nalgas se dejó caer agarrándose con fuerza a la mesa, intentando resistirse a unos labios que por aquel entonces se habían perdido entre sus muslos. La lengua caliente pasaba por cada centímetro de piel activando reacciones precisas, concretas. De vez en cuando se paraba y mordía la carne, consiguiendo que ella gimiera con fuerza, desde el dolor.
La imagen que le ofrecía el espejo se le antojaba cada vez menos nítida, más confusa. Hasta que su reflejo desapareció por completo cuando él, separando las nalgas con ambas manos, buscó con su lengua los contornos del sexo...
jueves, 12 de septiembre de 2013
Cartas a ningún lugar
Querida Mar...
Hace mil años que no sé nada de ti, exactamente desde que se te ocurrió la estúpida idea de dedicarle tu vida a Cristo y nos dijimos adiós en aquella puerta con el firme propósito de que si no te salían las cuentas viviríamos juntas en un futuro. Recuerdas? Yo nunca miré atrás.
No fue la nuestra una infancia adecuada Mar, nos hicimos mujeres tan pronto que a los diez años ya sabíamos al llegar a tu casa y ver la puerta entreabierta que tendríamos que esperar durante horas a que tu madre terminase de tirarse a aquel tipo que al salir siempre escupía en el suelo.
No he olvidado mi primer día en el internado, sentada en un rincón y llorando a moco tendido cuando llegases tú, te sentaste a mi lado y supimos que desde aquel momento seríamos una sola persona; bueno sin olvidarnos de Teresa y de aquel día en que se tiró a mi cuello al verme llegar gritando que por fin el alcohol había terminado con su madre.
¿Qué habrá sido de Teresa?
Nuestra infancia en la mazmorra nos enseñó muy temprano a diferenciar lo bueno de lo malo a base de hostias, como siempre nos recordaba Madre Isabel, te acuerdas de Madre Isabel?
Yo todavía no he olvidado aquel día que se le cayó el pañuelo al suelo y se pasó diez minutos mirándome fijamente para ver si yo me agachaba a recogerlo, lo siguiente que recuerdo es que del golpe que me regaló me pasé oyendo al padre Ángel dos semanas en estéreo.
Qué infancia Mar! ¡Qué maravillosos años!
Algunas veces me gusta recordar las clases de catequesis, donde juntas imaginábamos que el día de la comunión le meteríamos fuego a la iglesia y saldríamos de allí en un descapotable rojo y con buena música de fondo, mientras las llamas terminaban con todo, monjas incluidas.
Tampoco olvido a Magdalena y sus malditas tablas de multiplicar, en las noches y al otro lado de el dormitorio, no sé cómo no tuve el valor suficiente uno de esos días como para acercarme a ella y mandarla a la cama con la misma superioridad putrefacta con la que la hermana Rafaela la obligaba a quedarse toda la noche sin dormir.
No éramos nada Mar, sólo ilusión infantil en manos de un Dios que en lo último que pensaba era en nosotras. No éramos nada y fíjate donde hemos llegado, yo me he regenerado y tú has entregado tu vida a otros porque realmente nunca fue tuya del todo.
Eres feliz Mar? Has encontrado la paz de la que tanto me hablabas? Existe esa paz?
Recuerdo que cuando nos daban dos días libres en la mazmorra íbamos a tu casa y sacábamos a pasear a tu hermana pequeña mientras tu madre trabajaba porque no querías que la niña estuviera en casa y lo oyera todo, pero debíamos volver al internado y dejar allí a tu hermana Mar, sé que aquello jamás te permitirá dormir tranquila.
Recuerdas cuando murió aquella monja y nos tuvieron toda la noche velándola hasta que vinieron a recoger el cadáver por la mañana temprano? Tú no podías mirarla sin sentir ganas de vomitar y yo no paraba de tocarla para comprobar cómo se iba endureciendo el cuerpo. Siempre fuimos tan diferentes...
Prometo volver a escribirte Mar para que no olvides la mazmorra. Sólo si mantenemos nuestro pasado presente podremos agradecerle a aquel Dios olvidadizo lo que tenemos ahora...
Hace mil años que no sé nada de ti, exactamente desde que se te ocurrió la estúpida idea de dedicarle tu vida a Cristo y nos dijimos adiós en aquella puerta con el firme propósito de que si no te salían las cuentas viviríamos juntas en un futuro. Recuerdas? Yo nunca miré atrás.
No fue la nuestra una infancia adecuada Mar, nos hicimos mujeres tan pronto que a los diez años ya sabíamos al llegar a tu casa y ver la puerta entreabierta que tendríamos que esperar durante horas a que tu madre terminase de tirarse a aquel tipo que al salir siempre escupía en el suelo.
No he olvidado mi primer día en el internado, sentada en un rincón y llorando a moco tendido cuando llegases tú, te sentaste a mi lado y supimos que desde aquel momento seríamos una sola persona; bueno sin olvidarnos de Teresa y de aquel día en que se tiró a mi cuello al verme llegar gritando que por fin el alcohol había terminado con su madre.
¿Qué habrá sido de Teresa?
Nuestra infancia en la mazmorra nos enseñó muy temprano a diferenciar lo bueno de lo malo a base de hostias, como siempre nos recordaba Madre Isabel, te acuerdas de Madre Isabel?
Yo todavía no he olvidado aquel día que se le cayó el pañuelo al suelo y se pasó diez minutos mirándome fijamente para ver si yo me agachaba a recogerlo, lo siguiente que recuerdo es que del golpe que me regaló me pasé oyendo al padre Ángel dos semanas en estéreo.
Qué infancia Mar! ¡Qué maravillosos años!
Algunas veces me gusta recordar las clases de catequesis, donde juntas imaginábamos que el día de la comunión le meteríamos fuego a la iglesia y saldríamos de allí en un descapotable rojo y con buena música de fondo, mientras las llamas terminaban con todo, monjas incluidas.
Tampoco olvido a Magdalena y sus malditas tablas de multiplicar, en las noches y al otro lado de el dormitorio, no sé cómo no tuve el valor suficiente uno de esos días como para acercarme a ella y mandarla a la cama con la misma superioridad putrefacta con la que la hermana Rafaela la obligaba a quedarse toda la noche sin dormir.
No éramos nada Mar, sólo ilusión infantil en manos de un Dios que en lo último que pensaba era en nosotras. No éramos nada y fíjate donde hemos llegado, yo me he regenerado y tú has entregado tu vida a otros porque realmente nunca fue tuya del todo.
Eres feliz Mar? Has encontrado la paz de la que tanto me hablabas? Existe esa paz?
Recuerdo que cuando nos daban dos días libres en la mazmorra íbamos a tu casa y sacábamos a pasear a tu hermana pequeña mientras tu madre trabajaba porque no querías que la niña estuviera en casa y lo oyera todo, pero debíamos volver al internado y dejar allí a tu hermana Mar, sé que aquello jamás te permitirá dormir tranquila.
Recuerdas cuando murió aquella monja y nos tuvieron toda la noche velándola hasta que vinieron a recoger el cadáver por la mañana temprano? Tú no podías mirarla sin sentir ganas de vomitar y yo no paraba de tocarla para comprobar cómo se iba endureciendo el cuerpo. Siempre fuimos tan diferentes...
Prometo volver a escribirte Mar para que no olvides la mazmorra. Sólo si mantenemos nuestro pasado presente podremos agradecerle a aquel Dios olvidadizo lo que tenemos ahora...
miércoles, 11 de septiembre de 2013
La carta.
Querido amigo, en mi peregrinar de pensamientos incoherentes he llegado a la conclusión de que nuestra extraña relación va en declive. Mi corazón ha vuelto a retomar su ritmo habitual y el condicionamiento selectivo que en un principio me produjeron algunos sonidos va extinguiéndose a medida que pasan los días.
No sé el número que harás en la lista de personas que dicen haberse distanciado de mi por mi carácter. Ni siquiera tengo la seguridad de que sea tuya la culpa. De lo que estoy totalmente segura es de que gracias a ti me he dado cuenta de que no es el mundo el que vive en mi contra, soy yo misma.
Sé que es difícil conectar con alguien que no le ha encontrado a la vida suficientes objetivos o metas, también sé que no saber lo que realmente se desea es complicado, pero estoy segura de que lo que eriza la piel es la intencionalidad movida por el deseo, no por el consejo.
Quiero vivir de principios como el que he tenido contigo, buscarte en otros rostros que digan bonitas frases en el comienzo aunque terminen siempre por distanciarse. Cambiar cuando note que inevitablemente la relación llega a su fin para volver nuevamente a sentir el comienzo.
Ahora comprendo aquello que me dijiste de que siempre habías sido infiel, que habías tenido muchas amantes porque la motivación está en el cambio, en los diferentes olores o voces. Creo que en el principio radica lo maravilloso...
No me quedaré en ningún lugar el tiempo suficiente como para vivir el declive de lo inevitable. Quiero vivir lo que has vivido tú, conocer otras voces y olores, otras palabras de las que desconfiar y otra humedad...
Quiero llegar a tu edad y decir que siempre he tenido amantes porque ninguna de ellas por separado me ha proporcionado la humedad suficiente como para clavar una bandera en su piel y hacer de ella mi único territorio posible.
Quiero cerrar hoy la puerta que te abrí convencida desde el primer momento que dejarte entrar sería un nuevo fracaso, pero te he sentido querido amigo, eso tengo que agradecértelo.
Has estado ahí con una paciencia infinita cuando yo sólo intentaba echarte de mi lado, has aguantado estoicamente mis cambios de humor y mi inseguridad. Has proporcionado humedad en una mente y desbordado sus efectos sobre la piel que creía muerta. Has hecho que piense en ti cada segundo del día, que llore y ría a la vez, que viva...
Has conseguido que mi sexo despierte y te reclame, que mis manos guiadas por las tuyas se hayan ruborizado al contacto con la piel, que te desee con un hambre infinita y te extrañe sintiendo puñaladas en el estomago, ganas de ti.
Has sido capaz de tantas cosas...
Eres un tío grande que me ha enseñado demasiado. Sólo me queda el agradecimiento hacia tu persona, y decirte, que cuando tenga tu edad, quiero ser como tú...
No sé el número que harás en la lista de personas que dicen haberse distanciado de mi por mi carácter. Ni siquiera tengo la seguridad de que sea tuya la culpa. De lo que estoy totalmente segura es de que gracias a ti me he dado cuenta de que no es el mundo el que vive en mi contra, soy yo misma.
Sé que es difícil conectar con alguien que no le ha encontrado a la vida suficientes objetivos o metas, también sé que no saber lo que realmente se desea es complicado, pero estoy segura de que lo que eriza la piel es la intencionalidad movida por el deseo, no por el consejo.
Quiero vivir de principios como el que he tenido contigo, buscarte en otros rostros que digan bonitas frases en el comienzo aunque terminen siempre por distanciarse. Cambiar cuando note que inevitablemente la relación llega a su fin para volver nuevamente a sentir el comienzo.
Ahora comprendo aquello que me dijiste de que siempre habías sido infiel, que habías tenido muchas amantes porque la motivación está en el cambio, en los diferentes olores o voces. Creo que en el principio radica lo maravilloso...
No me quedaré en ningún lugar el tiempo suficiente como para vivir el declive de lo inevitable. Quiero vivir lo que has vivido tú, conocer otras voces y olores, otras palabras de las que desconfiar y otra humedad...
Quiero llegar a tu edad y decir que siempre he tenido amantes porque ninguna de ellas por separado me ha proporcionado la humedad suficiente como para clavar una bandera en su piel y hacer de ella mi único territorio posible.
Quiero cerrar hoy la puerta que te abrí convencida desde el primer momento que dejarte entrar sería un nuevo fracaso, pero te he sentido querido amigo, eso tengo que agradecértelo.
Has estado ahí con una paciencia infinita cuando yo sólo intentaba echarte de mi lado, has aguantado estoicamente mis cambios de humor y mi inseguridad. Has proporcionado humedad en una mente y desbordado sus efectos sobre la piel que creía muerta. Has hecho que piense en ti cada segundo del día, que llore y ría a la vez, que viva...
Has conseguido que mi sexo despierte y te reclame, que mis manos guiadas por las tuyas se hayan ruborizado al contacto con la piel, que te desee con un hambre infinita y te extrañe sintiendo puñaladas en el estomago, ganas de ti.
Has sido capaz de tantas cosas...
Eres un tío grande que me ha enseñado demasiado. Sólo me queda el agradecimiento hacia tu persona, y decirte, que cuando tenga tu edad, quiero ser como tú...
lunes, 9 de septiembre de 2013
El toro de la Vega
Me acompañarán calle abajo los mismos que han programado mi muerte.
A una hora prevista con antelación mi destino estará fijado.
Gritarán a uno y otro lado de la calle y en mi temor, cometeré el error de seguir un camino establecido.
No habrá cruces ni coronas de espina, aquí el engaño estará oculto en el miedo, mi miedo.
Caminaré asustado por corredores hasta campo abierto, donde tendré que medir mis fuerzas con el hombre, un animal menos corpulento pero más astuto.
Dicen que existe una forma de salvarme, pero no es cierto. Nunca podré rebasar un límite que podría alargarme la vida si el pánico me obliga a seguir el camino programado. Jamás llegaré a mi meta si la lanza no la porta un sólo hombre, porque serán cientos...
Mi corpulencia unida a mis defensas naturales tampoco me servirán de ventaja, no será una sola lanza...
El pánico me acompañará desde el principio, en mi intento de buscar refugio me llevará equivocadamente hasta donde ellos quieren que lo haga.
Siempre iré escoltado por mis verdugos, los mismos que inventaron la fiesta de interés turístico.
Bajaré la calle del Empedrado hasta el puente de el Duero, cruzaré el mismo y miraré de frente al Cristo de las Batallas, allí me estarán esperando centenares de corredores para citarme y recordarme el camino, para que no me pierda. Luego se unirán los caballistas para escoltarme como trofeo anticipado hasta el campo del Honor donde comenzará todo, y conoceré por primera vez el brillo de una lanza, también la sentiré entrar en mi costado y brotar la sangre, con la que ellos se teñirán la cara y las manos.
Queda totalmente prohibido clavarla si no es con el propósito de matarme, debo morir con las fuerzas intactas, nobleza lo llaman...
Al miedo se le unirá ahora el dolor, porque serán muchas las lanzas que atraviesen mi costado hasta darme muerte.
Con suerte el tiempo pasará rápido y dejaré de oír sus gritos doblándome sobre mi propia sangre.
Me llamo Vulcano, tengo cinco años y peso 580 kilos.
A una hora prevista con antelación mi destino estará fijado.
Gritarán a uno y otro lado de la calle y en mi temor, cometeré el error de seguir un camino establecido.
No habrá cruces ni coronas de espina, aquí el engaño estará oculto en el miedo, mi miedo.
Caminaré asustado por corredores hasta campo abierto, donde tendré que medir mis fuerzas con el hombre, un animal menos corpulento pero más astuto.
Dicen que existe una forma de salvarme, pero no es cierto. Nunca podré rebasar un límite que podría alargarme la vida si el pánico me obliga a seguir el camino programado. Jamás llegaré a mi meta si la lanza no la porta un sólo hombre, porque serán cientos...
Mi corpulencia unida a mis defensas naturales tampoco me servirán de ventaja, no será una sola lanza...
El pánico me acompañará desde el principio, en mi intento de buscar refugio me llevará equivocadamente hasta donde ellos quieren que lo haga.
Siempre iré escoltado por mis verdugos, los mismos que inventaron la fiesta de interés turístico.
Bajaré la calle del Empedrado hasta el puente de el Duero, cruzaré el mismo y miraré de frente al Cristo de las Batallas, allí me estarán esperando centenares de corredores para citarme y recordarme el camino, para que no me pierda. Luego se unirán los caballistas para escoltarme como trofeo anticipado hasta el campo del Honor donde comenzará todo, y conoceré por primera vez el brillo de una lanza, también la sentiré entrar en mi costado y brotar la sangre, con la que ellos se teñirán la cara y las manos.
Queda totalmente prohibido clavarla si no es con el propósito de matarme, debo morir con las fuerzas intactas, nobleza lo llaman...
Al miedo se le unirá ahora el dolor, porque serán muchas las lanzas que atraviesen mi costado hasta darme muerte.
Con suerte el tiempo pasará rápido y dejaré de oír sus gritos doblándome sobre mi propia sangre.
Me llamo Vulcano, tengo cinco años y peso 580 kilos.
domingo, 8 de septiembre de 2013
El sueño
Llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. Lo supo porque la sonrisa irónica de la niña que proyectaba en lugares diferentes de la habitación era demasiado reveladora como para albergar durante más tiempo alguna duda. Era tarde, pero al fin y al cabo tenía todo el tiempo del mundo para seguir descifrando misterios que en ocasiones atravesaban su inconsciente para revelarle durante el sueño la clave. Había ocasiones en las que se veía a si misma a través de los ojos de aquella niña. Los dedos que movían la tierra intentando salvarle la vida y eliminar el sentimiento de culpa eran los suyos, pero era la niña quien daba órdenes.
Podía haber evitado todos los males del mundo si hubiera querido, porque todos estaban marcados en su cabeza para advertirle del peligro que irremediablemente la llevaría al sentimiento de culpa. Pero era tarde, siempre era demasiado tarde para evitar la muerte o mitigar tantas voces atrapadas en su alma. Era como si en el instante más álgido de placer el amante susurrase a su oído una palabra inapropiada, una vulgaridad.
Podría evitar que él escribiera bonitos relatos entre sus piernas, pero jamás olvidaría el temblor que sintió la primera vez que acarició su sexo para utilizar sus fluidos como tinta.
Podía evitar abrirle la puerta, pero si miraba fijamente a la niña comprendía que no era en la habitación donde debía negarle la entrada, él nunca había salido de su cuerpo.
Podía intentar distraerse, pero ella seguiría jugando en la consulta de aquel psiquiatra intentando llamar su atención.
Por eso llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. A su alrededor todo el mundo la ignoraba, porque realmente estaba muerta.
Podía haber evitado todos los males del mundo si hubiera querido, porque todos estaban marcados en su cabeza para advertirle del peligro que irremediablemente la llevaría al sentimiento de culpa. Pero era tarde, siempre era demasiado tarde para evitar la muerte o mitigar tantas voces atrapadas en su alma. Era como si en el instante más álgido de placer el amante susurrase a su oído una palabra inapropiada, una vulgaridad.
Podría evitar que él escribiera bonitos relatos entre sus piernas, pero jamás olvidaría el temblor que sintió la primera vez que acarició su sexo para utilizar sus fluidos como tinta.
Podía evitar abrirle la puerta, pero si miraba fijamente a la niña comprendía que no era en la habitación donde debía negarle la entrada, él nunca había salido de su cuerpo.
Podía intentar distraerse, pero ella seguiría jugando en la consulta de aquel psiquiatra intentando llamar su atención.
Por eso llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. A su alrededor todo el mundo la ignoraba, porque realmente estaba muerta.
jueves, 5 de septiembre de 2013
Isabel
En las emociones la realidad no debería alcanzar valores tan extremos que el organismo no pueda equilibrar mediante un mecanismo homeostático. Cuando cualquiera de ellas excede unos parámetros establecidos dentro de lo soportable la contraria aflora inmediatamente, para compensar el exceso de la primera y regular un equilibrio. Sucede lo mismo que cuando te embarga la felicidad de una manera tan intensa que terminas llorando, así se equilibran las emociones. A cada emoción principal le sigue un efecto oponente, para contrarrestar el equilibrio y mantener un mínimo de estabilidad, un orden dentro de un sistema tan complejo como es el organismo...
De Isabel sólo quedaba un retrato sobre la mesa. Iba de mantilla y apoyaba el rostro sutilmente sobre la mano derecha. Sonreía tímidamente, supongo que en una época en la que no estaba bien visto sonreír demasiado para una fotografía.
Las veces que mi curiosidad me llevó a preguntar por ella con la fotografía en la mano mi tía siempre reaccionaba del mismo modo, volvía a poner el retrato en su lugar y no decía nada, se limitaba a seguir con su tarea diaria, también dentro de un orden.
Descubrí pronto que a mi madre tampoco podía preguntarle por Isabel, no le gustaba hablar de ella y se limitaba a entristecer cada vez que alguien se la recordaba.
Por aquella época la gente se entretenía en grandes patios de vecinos a la caída de la tarde, formando un coro al que me apasionaba asistir y escuchar con interés viejas historias.
Con el tiempo, descubrí que Isabel había tenido una vida triste producto de un matrimonio concertado por su hermana, una mujer muy católica que se había casado con un médico del lugar. Isabel era diferente, hermosa y libre vivía sin importarle el qué dirán en una época en la tampoco debía de estar bien visto que una mujer llegase a una determinada edad sin estar casada. Todo se resumió en un matrimonio, una vida totalmente vacía y carente de significado y cuatro hijos.
Los años siguientes transcurrieron para Isabel sin sentido alguno, hasta que de repente, un buen día, se cruzó en su camino un gitano de esos que te miran fijamente y comprendes de inmediato que es mejor rendirse que luchar por algo que irremediablemente se ha perdido de antemano.
El gitano se llamaba antonio, también estaba casado y tenía hijos, pero perdió el sentido por Isabel de tal forma que ambos se buscaban por todos los rincones del pueblo, a escondidas de las malas lenguas que por aquel entonces ya empezaban a comentar...
Se decía que vieron alguna vez a Isabel salir desnuda y correr calle abajo en mitad de la noche. Fueron otros los que aseguraron que Antonio amenazó a su mujer y a sus hijos con quitarse la vida si le prohibían volver a verla. Incluso hubo quienes juraron haberlos sorprendido en la oscuridad del monte, con el único abrigo de sus cuerpos, y fue uno en concreto el que llegó aquella tarde corriendo y gritando que Isabel se había tirado al río...
Nadie hablaba en casa sobre Isabel, pero ella presidía la estancia y se reía de todos ellos con su sonrisa recatada.
Los cuatro hijos fueron a parar a manos de su católica hermana, que si un buen día concertó un matrimonio, más tarde tuvo que pagar un precio muy alto y criar con resignación a sus sobrinos.
El retrato siguió durante años sobre la mesa, hasta que el polvo y el tiempo desdibujaron la casa y los mueles se llenaron de carcoma.
Ella jamás perdió su belleza, y aunque en el pueblo no llegaron a entender que algunas veces hay emociones que superan cualquier sistema compensatorio, su retrato es lo único que ha resistido a la historia.
A veces la miro durante un largo espacio de tiempo y juraría que los años le han restado timidez a su sonrisa.
De Isabel sólo quedaba un retrato sobre la mesa. Iba de mantilla y apoyaba el rostro sutilmente sobre la mano derecha. Sonreía tímidamente, supongo que en una época en la que no estaba bien visto sonreír demasiado para una fotografía.
Las veces que mi curiosidad me llevó a preguntar por ella con la fotografía en la mano mi tía siempre reaccionaba del mismo modo, volvía a poner el retrato en su lugar y no decía nada, se limitaba a seguir con su tarea diaria, también dentro de un orden.
Descubrí pronto que a mi madre tampoco podía preguntarle por Isabel, no le gustaba hablar de ella y se limitaba a entristecer cada vez que alguien se la recordaba.
Por aquella época la gente se entretenía en grandes patios de vecinos a la caída de la tarde, formando un coro al que me apasionaba asistir y escuchar con interés viejas historias.
Con el tiempo, descubrí que Isabel había tenido una vida triste producto de un matrimonio concertado por su hermana, una mujer muy católica que se había casado con un médico del lugar. Isabel era diferente, hermosa y libre vivía sin importarle el qué dirán en una época en la tampoco debía de estar bien visto que una mujer llegase a una determinada edad sin estar casada. Todo se resumió en un matrimonio, una vida totalmente vacía y carente de significado y cuatro hijos.
Los años siguientes transcurrieron para Isabel sin sentido alguno, hasta que de repente, un buen día, se cruzó en su camino un gitano de esos que te miran fijamente y comprendes de inmediato que es mejor rendirse que luchar por algo que irremediablemente se ha perdido de antemano.
El gitano se llamaba antonio, también estaba casado y tenía hijos, pero perdió el sentido por Isabel de tal forma que ambos se buscaban por todos los rincones del pueblo, a escondidas de las malas lenguas que por aquel entonces ya empezaban a comentar...
Se decía que vieron alguna vez a Isabel salir desnuda y correr calle abajo en mitad de la noche. Fueron otros los que aseguraron que Antonio amenazó a su mujer y a sus hijos con quitarse la vida si le prohibían volver a verla. Incluso hubo quienes juraron haberlos sorprendido en la oscuridad del monte, con el único abrigo de sus cuerpos, y fue uno en concreto el que llegó aquella tarde corriendo y gritando que Isabel se había tirado al río...
Nadie hablaba en casa sobre Isabel, pero ella presidía la estancia y se reía de todos ellos con su sonrisa recatada.
Los cuatro hijos fueron a parar a manos de su católica hermana, que si un buen día concertó un matrimonio, más tarde tuvo que pagar un precio muy alto y criar con resignación a sus sobrinos.
El retrato siguió durante años sobre la mesa, hasta que el polvo y el tiempo desdibujaron la casa y los mueles se llenaron de carcoma.
Ella jamás perdió su belleza, y aunque en el pueblo no llegaron a entender que algunas veces hay emociones que superan cualquier sistema compensatorio, su retrato es lo único que ha resistido a la historia.
A veces la miro durante un largo espacio de tiempo y juraría que los años le han restado timidez a su sonrisa.
martes, 3 de septiembre de 2013
Tocar con los ojos
Me gustaba observarle mientras dormía, sentada en una vieja mecedora apuraba lentamente un cigarrillo tras otro entusiasmada con la imagen que ofrecía el hombre desnudo sobre la cama.
Era esbelto como un junco, y al igual que él estancado en mitad de la noche, plácidamente imperturbable.
Respiraba de manera tranquila ajeno a mis ojos que descifraban hasta el mínimo detalle a través del humo. Respiraba despacio, y en cada una de sus expiraciones descendía su torso cubierto de una oscuridad casi enfermiza. Respiraba el hombre al compás del viento que entraba por la ventana desplazando el humo, ofreciéndome una imagen menos distorsionada, más real y nítida.
El sol y el mar habían curtido su piel durante el Verano. Pequeñas pecas doradas adornaban un rostro varonil cuya complicidad la remataba un mechón de pelo que caía con cierta ironía sobre su frente, y unos ojos rematados en oscuras pestañas rizadas, tan oscuras como el vello que le cubría el pecho.
Descansaba el hombre mientras los míos subían y bajaban por aquel terreno desconocido y árido, parándose en lugares concretos, como queriendo dejar marcadores de todo aquello en la memoria.
Imaginé sus caderas estrechas encajando como un guante en cualquier molde femenino, mientras contemplaba el sexo cubierto de vello oscuro y rizado, al igual que sus pestañas. Destacaba el órgano relajado sobre unos muslos firmes y largos y odié a cada mujer que hubiera encontrado un soplo de vida debajo de aquella estampa
La textura del miembro viril rugosa y apetecible me hicieron estremecer al pensar en cómo cambiaría su anatomía bajo el roce de mis labios. Fue inevitable llevarse las manos al sexo y temblar pensando en la calidez del suyo, en el contorno cruel de la forma.
Era la imagen de la perfección derramada sobre un lienzo blanco, santuario tentador donde clavar una bandera y construir el mejor de los refugios.
Respiraba el hombre y en cada inspiración se llevaba una parte de mi, consiguiendo, sin imaginarlo siquiera, que la humedad resbalase por cada junco estancado a los pies de una charca.
Era esbelto como un junco, y al igual que él estancado en mitad de la noche, plácidamente imperturbable.
Respiraba de manera tranquila ajeno a mis ojos que descifraban hasta el mínimo detalle a través del humo. Respiraba despacio, y en cada una de sus expiraciones descendía su torso cubierto de una oscuridad casi enfermiza. Respiraba el hombre al compás del viento que entraba por la ventana desplazando el humo, ofreciéndome una imagen menos distorsionada, más real y nítida.
El sol y el mar habían curtido su piel durante el Verano. Pequeñas pecas doradas adornaban un rostro varonil cuya complicidad la remataba un mechón de pelo que caía con cierta ironía sobre su frente, y unos ojos rematados en oscuras pestañas rizadas, tan oscuras como el vello que le cubría el pecho.
Descansaba el hombre mientras los míos subían y bajaban por aquel terreno desconocido y árido, parándose en lugares concretos, como queriendo dejar marcadores de todo aquello en la memoria.
Imaginé sus caderas estrechas encajando como un guante en cualquier molde femenino, mientras contemplaba el sexo cubierto de vello oscuro y rizado, al igual que sus pestañas. Destacaba el órgano relajado sobre unos muslos firmes y largos y odié a cada mujer que hubiera encontrado un soplo de vida debajo de aquella estampa
La textura del miembro viril rugosa y apetecible me hicieron estremecer al pensar en cómo cambiaría su anatomía bajo el roce de mis labios. Fue inevitable llevarse las manos al sexo y temblar pensando en la calidez del suyo, en el contorno cruel de la forma.
Era la imagen de la perfección derramada sobre un lienzo blanco, santuario tentador donde clavar una bandera y construir el mejor de los refugios.
Respiraba el hombre y en cada inspiración se llevaba una parte de mi, consiguiendo, sin imaginarlo siquiera, que la humedad resbalase por cada junco estancado a los pies de una charca.
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