jueves, 5 de septiembre de 2013

Isabel

En las emociones la realidad no debería alcanzar valores tan extremos que el organismo no pueda equilibrar mediante un mecanismo homeostático. Cuando cualquiera de ellas excede unos parámetros establecidos dentro de lo soportable la contraria aflora inmediatamente, para compensar el exceso de la primera y regular un equilibrio. Sucede lo mismo que cuando te embarga la felicidad de una manera tan intensa que terminas llorando, así se equilibran las emociones. A cada emoción principal le sigue un efecto oponente, para contrarrestar el equilibrio y mantener un mínimo de estabilidad, un orden dentro de un sistema tan complejo como es el organismo...

De Isabel sólo quedaba un retrato sobre la mesa. Iba de mantilla y apoyaba el rostro sutilmente sobre la mano derecha. Sonreía tímidamente, supongo que en una época en la que no estaba bien visto sonreír demasiado para una fotografía.
Las veces que mi curiosidad me llevó a preguntar por ella con la fotografía en la mano mi tía siempre reaccionaba del mismo modo, volvía a poner el retrato en su lugar y no decía nada, se limitaba a seguir con su tarea diaria, también dentro de un orden.
Descubrí pronto que a mi madre tampoco podía preguntarle por Isabel, no le gustaba hablar de ella y se limitaba a entristecer cada vez que alguien se la recordaba.
Por aquella época la gente se entretenía en grandes patios de vecinos a la caída de la tarde, formando un coro al que me apasionaba asistir y escuchar con interés viejas historias.
Con el tiempo, descubrí que Isabel había tenido una vida triste producto de un matrimonio concertado por su hermana, una mujer muy católica que se había casado con un médico del lugar. Isabel era diferente, hermosa y libre vivía sin importarle el qué dirán en una época en la tampoco debía de estar bien visto que una mujer llegase a una determinada edad sin estar casada. Todo se resumió en un matrimonio, una vida totalmente vacía y carente de significado y cuatro hijos.
Los años siguientes transcurrieron para Isabel sin sentido alguno, hasta que de repente, un buen día, se cruzó en su camino un gitano de esos que te miran fijamente y comprendes de inmediato que es mejor rendirse que luchar por algo que irremediablemente se ha perdido de antemano.
El gitano se llamaba antonio, también estaba casado y tenía hijos, pero perdió el sentido por Isabel de tal forma que ambos se buscaban por todos los rincones del pueblo, a escondidas de las malas lenguas que por aquel entonces ya empezaban a comentar...
Se decía que vieron alguna vez a Isabel salir desnuda y correr calle abajo en mitad de la noche. Fueron otros los que aseguraron que Antonio amenazó a su mujer y a sus hijos con quitarse la vida si le prohibían volver a verla. Incluso hubo quienes juraron haberlos sorprendido en la oscuridad del monte, con el único abrigo de sus cuerpos, y fue uno en concreto el que llegó aquella tarde corriendo y gritando que Isabel se había tirado al río...
Nadie hablaba en casa sobre Isabel, pero ella presidía la estancia y se reía de todos ellos con su sonrisa recatada.
Los cuatro hijos fueron a parar a manos de su católica hermana, que si un buen día concertó un matrimonio, más tarde tuvo que pagar un precio muy alto y criar con resignación a sus sobrinos.
El retrato siguió durante años sobre la mesa, hasta que el polvo y el tiempo desdibujaron la casa y los mueles se llenaron de carcoma.
Ella jamás perdió su belleza, y aunque en el pueblo no llegaron a entender que algunas veces hay emociones que superan cualquier sistema compensatorio, su retrato es lo único que ha resistido a la historia.
A veces la miro durante un largo espacio de tiempo y juraría que los años le han restado timidez a su sonrisa.