jueves, 12 de septiembre de 2013

Cartas a ningún lugar

Querida Mar...
Hace mil años que no sé nada de ti, exactamente desde que se te ocurrió la estúpida idea de dedicarle tu vida a Cristo y nos dijimos adiós en aquella puerta con el firme propósito de que si no te salían las cuentas viviríamos juntas en un futuro. Recuerdas? Yo nunca miré atrás.
No fue la nuestra una infancia adecuada Mar, nos hicimos mujeres tan pronto que a los diez años ya sabíamos al llegar a tu casa y ver la puerta entreabierta que tendríamos que esperar durante horas a que tu madre terminase de tirarse a aquel tipo que al salir siempre escupía en el suelo.
No he olvidado mi primer día en el internado, sentada en un rincón y llorando a moco tendido cuando llegases tú, te sentaste a mi lado y supimos que desde aquel momento seríamos una sola persona; bueno sin olvidarnos de Teresa y de aquel día en que se tiró a mi cuello al verme llegar gritando que por fin el alcohol había terminado con su madre.
¿Qué habrá sido de Teresa?
Nuestra infancia en la mazmorra nos enseñó muy temprano a diferenciar lo bueno de lo malo a base de hostias, como siempre nos recordaba Madre Isabel, te acuerdas de Madre Isabel?
Yo todavía no he olvidado aquel día que se le cayó el pañuelo al suelo y se pasó diez minutos mirándome fijamente para ver si yo me agachaba a recogerlo, lo siguiente que recuerdo es que del golpe que me regaló me pasé oyendo al padre Ángel dos semanas en estéreo.
Qué infancia Mar! ¡Qué maravillosos años!
Algunas veces me gusta recordar las clases de catequesis, donde juntas imaginábamos que el día de la comunión le meteríamos fuego a la iglesia y saldríamos de allí en un descapotable rojo y con buena música de fondo, mientras las llamas terminaban con todo, monjas incluidas.
Tampoco olvido a Magdalena y sus malditas tablas de multiplicar, en las noches y al otro lado de el dormitorio, no sé cómo no tuve el valor suficiente uno de esos días como para acercarme a ella y mandarla a la cama con la misma superioridad putrefacta con la que la hermana Rafaela la obligaba a quedarse toda la noche sin dormir.
No éramos nada Mar, sólo ilusión infantil en manos de un Dios que en lo último que pensaba era en nosotras. No éramos nada y fíjate donde hemos llegado, yo me he regenerado y tú has entregado tu vida a otros porque realmente nunca fue tuya del todo.
Eres feliz Mar? Has encontrado la paz de la que tanto me hablabas? Existe esa paz?
Recuerdo que cuando nos daban dos días libres en la mazmorra íbamos a tu casa y sacábamos a pasear a tu hermana pequeña mientras tu madre trabajaba porque no querías que la niña estuviera en casa y lo oyera todo, pero debíamos volver al internado y dejar allí a tu hermana Mar, sé que aquello jamás te permitirá dormir tranquila.
Recuerdas cuando murió aquella monja y nos tuvieron toda la noche velándola hasta que vinieron a recoger el cadáver por la mañana temprano? Tú no podías mirarla sin sentir ganas de vomitar y yo no paraba de tocarla para comprobar cómo se iba endureciendo el cuerpo. Siempre fuimos tan diferentes...
Prometo volver a escribirte Mar para que no olvides la mazmorra. Sólo si mantenemos nuestro pasado presente podremos agradecerle a aquel Dios olvidadizo lo que tenemos ahora...