Llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. Lo supo porque la sonrisa irónica de la niña que proyectaba en lugares diferentes de la habitación era demasiado reveladora como para albergar durante más tiempo alguna duda. Era tarde, pero al fin y al cabo tenía todo el tiempo del mundo para seguir descifrando misterios que en ocasiones atravesaban su inconsciente para revelarle durante el sueño la clave. Había ocasiones en las que se veía a si misma a través de los ojos de aquella niña. Los dedos que movían la tierra intentando salvarle la vida y eliminar el sentimiento de culpa eran los suyos, pero era la niña quien daba órdenes.
Podía haber evitado todos los males del mundo si hubiera querido, porque todos estaban marcados en su cabeza para advertirle del peligro que irremediablemente la llevaría al sentimiento de culpa. Pero era tarde, siempre era demasiado tarde para evitar la muerte o mitigar tantas voces atrapadas en su alma. Era como si en el instante más álgido de placer el amante susurrase a su oído una palabra inapropiada, una vulgaridad.
Podría evitar que él escribiera bonitos relatos entre sus piernas, pero jamás olvidaría el temblor que sintió la primera vez que acarició su sexo para utilizar sus fluidos como tinta.
Podía evitar abrirle la puerta, pero si miraba fijamente a la niña comprendía que no era en la habitación donde debía negarle la entrada, él nunca había salido de su cuerpo.
Podía intentar distraerse, pero ella seguiría jugando en la consulta de aquel psiquiatra intentando llamar su atención.
Por eso llegó a la conclusión de que todos los sueños significaban lo mismo. A su alrededor todo el mundo la ignoraba, porque realmente estaba muerta.