Escribía sobre la piel con la virilidad lasciva de mi sexo en su cabeza, buscando la forma de transformar en gemido su intención. Hallaba palabras fálicas con las que manchaba mi piel y el resto de mi ropa. Lo hacía desde la precisión animal y el instinto, sabedor de que en cada línea terminada yo jadeaba al compás del renglón torcido. Escribía consciente, acentuando el dardo en cada curva, en cada arruga y pliegue. Relajaba tensiones en los músculos devolviendo con ello el placer a mi espalda. Escribía el hombre cansado encontrando el apoyo en mi orgasmo, la hidratación en mi saliva, papel en mi carne, y escribía..
Dejaba que la tinta resbalase por la espalda creando historias interminables de mujeres que se parecían a mi, como queriendo contagiarme de toda aquella amargura que se le había metido dentro. El hombre escribía con mi rostro entre sus piernas y su humedad en mis ojos. Con el odio de la duda buscaba respuestas en la carne que le deseaba, valiéndose del útero que gritaba su nombre desde el lecho vacío. Y arqueaba mi espalda con cada letra, como queriendo dominar mis hormonas a medida que la tinta teñía el suelo.
Escribía el hombre pensando dentro de mi sexo la manera de crearme para él, el modo más perverso de convertirme en historia inacabada, interminable. Escribía en mi piel con la precisión de la caligráfica tortura que hiciera abrir mi boca y dejar escapar un gemido con su nombre.